<<¡Joder! Joder, joder, joder, ¡joder¡>>. Bezz pedaleaba con todas sus fuerzas para aumentar la velocidad a la que su destartalada bicicleta surfeaba el palmo de mierda que cubría cualquiera de las calles de Arkin. La joven sentía cómo la decadencia de la ciudad se le caía encima. Yeryas le habían contado que la gran capital no siempre había sido así. El anciano afirmaba que, hacía apenas cuarenta años, se trataba de un lugar luminoso, resplandeciente y lleno de vida. Yeryas y Bezz trabajaban juntos en las oficinas de La Comisión, y el viejo solía amenizar sus descansos explicándole historias sobre cielos azules, mares cristalinos, electricidad ininterrumpida e, incluso, sanidad pública. Ella no dudaba de sus palabras, seguro que alguna vez había sido así, pero se había dado cuenta de que esos años quedaban tan lejos, que a la gente le dolía acordarse.
A veces Bezz sentía que había nacido para ir corriendo a todas partes sin llegar a alcanzar nunca lo que se proponía. Esa noche había vuelto a terminar su turno demasiado tarde, por lo que le tocaba correr para llegar a casa. Cada vez que fichaba, ya de noche, dolorida por la jornada que se había visto obligada a alargar, se reprochaba con rabia lo tonta que había sido. De pequeña se había creído la historia de que se debía a una causa mayor, y que lo correcto, era entregar su vida al servicio de los demás. De joven no solo se había convencido de ello, sino que había deseado, con todas sus fuerzas, ser útil a La Comisión. Llevaba años acumulando méritos, aceptando misiones cada vez más difíciles y dando de sí su moralidad a golpe de escusas. La poca ética que le quedaba se había acallado a base de hambre y oscuridad. Yeryas se lo había advertido muchas veces, la primera de ellas cuando todavía era una mocosa. “Si la caja está vacía, comer es LA prioridad, y cuestionar los encargos que se te asignan, un lujo que, sencillamente, no te puedes permitir”. “No te sientas mal por ello”, le aconsejaba, “todo el mundo hace igual”. Esa primera vez ella le había respondido que su caso era diferente. Pronto sería un miembro destacado de la secretaría de La Comisión y, como tal, formaría parte de la pulcra élite de Arkin. Sus días en el sector 0, estaban contados.
Diez años después, a Bezz le costaba dormir. Muchas noches la asaltaban los reproches por todas las atrocidades que había cometido al servicio de La Comisión. Y lo peor no era eso. Lo que más la atormentaba era todo lo que NO había llevado a cabo. Nunca era suficiente, nunca la acababan de recompensar como ella creía que se merecía. Y esa sensación de fracaso constante, le impedía encontrar la postura ideal con la que conciliar el sueño. Cada mañana, cuando el chip que le habían implantado en el brazo le daba un leve chispazo para que se despertara, un funesto pensamiento la abrazaba como si fuera una araña que la envolvía maliciosamente desde la nuca. De hecho, la joven reflexionaba a menudo sobre el éxito. No sabía muy bien en qué consistía, pero sabía que levantarse a las seis de la mañana para ir a un trabajo que la ponía: a) triste o b) de mala leche, distaba mucho del sueño que le habían vendido. Y no podía quejarse, porque todo era culpa suya. Había sido tan estúpida como para comprar el pack premium de promesas vacías. Y había asumido, que su valor como ciudadana de Arkin era directamente proporcional a su utilidad para La Comisión. Llevaba tantos años asumiendo ese papel que no se sentía capaz de ser otra cosa. Sin La Comisión, Bezz la infalible no era nadie.
Con todo, llegó por fin al portal al que se dirigía. Saltó de la bici sin preocuparse de que cayera a un lado, desprotegida, y abrió el portón con una sacudida. Cogió una gran bocanada de ese aire pestilente que ya llevaba pegado a la piel, y empezó a subir las majestuosas escaleras gastando las últimas fuerzas que le quedaban. Las botas con punta de hierro que llevaba hacían resonar sus pasos por todo el hueco de la escalera. Ya hacía más de cuatro años que la comunidad de vecinos había renunciado a arreglar el ascensor; y, aun así, cada vez que le tocaba subir hasta su piso, en la quinta planta, los maldecía. Sabía que por el rato que podía funcionar, esa tartana era más un peligro que una ayuda, pero, ¡joder! ya llegaba a casa lo bastante cansada como para ponerse a subir escaleras. ¡Y encima a oscuras! Eso la ponía de muy mal humor, aunque, si hubiera sido capaz de contar hasta diez, se habría dado cuenta de que el ascensor, en sus circunstancias, tampoco habría funcionado.
Cuando por fin abrió la puerta de su modesto apartamento, lo primero que hizo fue mirar el led del televisor, y se le cayó el alma a los pies. La pequeña luz roja que usaba a modo de guía para saber si tenía electricidad, estaba apagada. Se quedó un buen rato mirando sin ver, antes de decidirse a cerrar la puerta y buscar, a tientas, una caja de cerillas y una vela. Teniendo un poco de luz, se sentó en el suelo tratando de no pensar en nada más, que en seguir las sombras que proyectaba su llama sobre las amarillentas paredes. Se frotó la cara con ambas manos y respiró hondo un par de veces, tratando de calmarse. Se le escapó una lágrima. Y sin darse cuenta, se encontró sollozando. Se le había pasado el tiempo en el que La Comisión les daba acceso a la electricidad que, para su sector, eran solo dos horas al día. En lo que llevaba de semana, y ya era sábado, solo el lunes había llegado a casa a tiempo de darse una ducha caliente y poner un rato la calefacción. Tenía que lavarse, se daba asco a sí misma. Y eso significaba que le tocaría meterse debajo del chorro helado para desincrustar la roña de su cuerpo. Esperaba que al menos el agua saliera limpia. El mes pasado estuvo dos semanas destilando fango de dudosa procedencia con un calcetín. Y esa fue toda el agua potable que tuvo.
Derrotada por esos pensamientos, Bezz se estiró sobre la fría e irregular superficie de cimiento que le servía de suelo. Extendió los brazos y aspiró hondo, sacando pecho, tratando de liberarse de la losa que lo oprimía. Se obligó a retener el aire en sus pulmones unos segundos, antes de soltarlo con rabia. Las imperfecciones del cemento se le clavaban por todo el cuerpo, pero lejos de molestarle, esa incomodidad la reconfortó. Pese a todo, seguía con vida. Sobrevivía.
Al fin decidió moverse para ponerse de pie y mirar en la caja si había algo que pudiera comer. Y justo cuando se apoyó en el suelo para levantarse, sus dedos rozaron algo que había estado esperándola. Se trataba de un sobre blanco que no podía medir más de medio palmo de largo.
Abrió el encargo con asco, anticipándose a lo que le iban a pedir. Siempre era lo mismo. Alguien que había incomodado o cuestionado La Comisión, alguien que molestaba, debía desaparecer. Con rapidez y discreción. Si decidía llevar a cabo el encargo, sería recompensada con generosidad. Y eso fue precisamente lo que logró captar su atención. Lo que se prometía al activo que hiciera efectivo el encargo, eran quince días de permiso con electricidad ininterrumpida. <<¡A la mierda!>>. No necesitó nada más. Se levantó, cogió la mochila que siempre tenía preparada, apagó la vela de un bufido y salió del apartamento dando un portazo. Bajó las escaleras tan deprisa que cuando comprobó, aliviada, que su oxidada bicicleta seguía donde la había dejado, estaba jadeando. Haciendo caso omiso del pinchazo que sentía en las costillas, pedaleó con furia hasta la dirección que le habían proporcionado. El objetivo no estaba muy lejos, de hecho, se encontraba en su mismo sector, cosa que le sorprendió. No era habitual que La Comisión se molestara en mandar eliminar a alguien tan pobre, simplemente les cortaban la electricidad hasta que cedían y se disculpaban, o, en su defecto, morían de frío, hambre, miseria o una asquerosa mezcla de todo.
Así que Bezz no tardó mucho en bajarse de la bicicleta, se sujetó el pelo en una cola alta y comprobó por última vez la dirección que le habían proporcionado. Buscó a tientas por los bolsillos de su cazadora, la llave maestra que le habían entregado hacía ya cinco años, y le dio un vuelco el corazón al no encontrarla. Enseguida recordó que la tenía en el bolsillo trasero de los tejanos y la cogió con torpeza. <<Cálmate, joder, ni que esta fuera tu primera misión>>, se dijo para centrarse. Tras respirar hondo un par de veces, entró sin problemas en el edificio que tenía delante, y subió el par de pisos muy despacio, tratando de hacer el mínimo ruido posible. Tras identificar el rellano que le habían indicado, se quitó la pequeña mochila azul, la dejó en el suelo y sacó de ella un mando con dos botones. Presionó uno de ellos, el de color negro, para asegurarse de que el aparato todavía tenía pilas, y abrió el apartamento con la misma llave maestra que había usado para entrar en el edificio.
Entornó la puerta tras de sí. Se adentró por el pasillo con movimientos lentos y calculados. De repente notó que hacía mucho calor. Empezó a sentir cómo mil agujas se le clavaban en las piernas, sus músculos palpitaban despertando del frío. <<Este cabrón tiene luz>>, pensó. Y entonces lo oyó: era un televisor. Estaban poniendo un concurso. Bezz se dirigió hacia el sonido de las risas enlatadas que tapaban la cantinela de una presentadora con voz de loro. Cuando llegó al marco de la puerta, se asomó para ver el interior de la habitación y confirmó que se trataba del salón. La estancia no estaba muy llena, solo había el mueble de la tele con una butaca delante, una lámpara de pie que le dificultaba ver quién estaba sentado en ella, y una estantería llena de libros. Lo único que pudo distinguir de su víctima, fue una calva con cuatro pelos blancos que sobresalía por encima del respaldo del sillón. El condenado dormía. Y roncaba con tanta fuerza, que se le caía la baba.
Sin tiempo que perder, Bezz calculó que a esa distancia el mando ya funcionaría. Alzó la mano con la que lo había estado sujetando, apuntó hacia su objetivo y apretó el botón rojo. Un espasmo recorrió el cuerpo del viejo, que ahogó un grito y se derrumbó, cayendo al suelo. <<Al menos no sufren>>, se consoló la joven, <<el chip los fríe tan rápido que casi ni se enteran>>.
Bezz deshizo sus pasos hacia la entrada del apartamento, abrió la puerta lo justo para recuperar su mochila, y se volvió a meter dentro, cerrando tras de sí. A medida que registraba las habitaciones para asegurarse de que no había nadie más en el piso, iba encendiendo todas las luces que encontraba. Deshacerse de esa odiosa oscuridad le resultaba agradable. Era hermoso ver los hilos incandescentes de las bombillas, su brillo la reconfortaba, casi se podía decir que le hacía feliz. A pesar de que la vivienda no era muy grande, además del salón también había una cocina bastante decente, un dormitorio con cama doble y un estudio. Antes de ponerse a buscar cosas de valor que se pudiera llevar, la joven regresó al comedor para ver quién era su víctima. El cuerpo había caído de cara, así que le dio la vuelta de una patada. Y al verle el rostro, lo reconoció. Se le escapó un bufido de pura indignación y se enfadó tanto, que le escupió encima.
—¡A tomar por culo! —exclamó cruzando el apartamento hasta la cocina, para abrir la nevera que la coronaba.
Mientas veía la cantidad de comida pulcramente ordenada que ocupaba todos los estantes, no pudo evitar pensar en lo hijo de puta que era el muerto. Sin querer entretenerse mucho más, cogió una lata fría de una cerveza que valía más que todo lo que ella llevaba encima, se sentó en el butacón y comprobó cuantos canales se veían en el televisor. <<¡Cinco! Qué maravilla>>. Se quitó las botas sin preocuparse por ensuciar el suelo, y se tragó un programa de televisión tras otro. Hasta que el chip que le habían implantado en el brazo le anunció que en menos de una hora, debía volver al trabajo. <<Al trabajo de día>>, se recordó. Mientras se ponía las botas, Bezz decidió que no pasaría ni un puto día más sin electricidad. Y que iba a exigir un apartamento en el sector 2, eso como mínimo. Antes de marcharse, llenó la mochila con toda la comida que pudo, y se despidió del cadáver que había dejado en el salón.
—Tenías razón, Yeryas —admitió fijando su mirada en los ojos de pez que la juzgaban desde el suelo—, todo el mundo hace igual.
Incluido tú.