13 de marzo de 2025

Tu razón, mi moralidad y la oscuridad que las parió

<<¡Joder! Joder, joder, joder, ¡joder¡>>. Bezz pedaleaba con todas sus fuerzas para aumentar la velocidad a la que su destartalada bicicleta surfeaba el palmo de mierda que cubría cualquiera de las calles de Arkin. La joven sentía cómo la decadencia de la ciudad se le caía encima. Yeryas le habían contado que la gran capital no siempre había sido así. El anciano afirmaba que, hacía apenas cuarenta años, se trataba de un lugar luminoso, resplandeciente y lleno de vida. Yeryas y Bezz trabajaban juntos en las oficinas de La Comisión, y el viejo solía amenizar sus descansos explicándole historias sobre cielos azules, mares cristalinos, electricidad ininterrumpida e, incluso, sanidad pública. Ella no dudaba de sus palabras, seguro que alguna vez había sido así, pero se había dado cuenta de que esos años quedaban tan lejos, que a la gente le dolía acordarse.

A veces Bezz sentía que había nacido para ir corriendo a todas partes sin llegar a alcanzar nunca lo que se proponía. Esa noche había vuelto a terminar su turno demasiado tarde, por lo que le tocaba correr para llegar a casa. Cada vez que fichaba, ya de noche, dolorida por la jornada que se había visto obligada a alargar, se reprochaba con rabia lo tonta que había sido. De pequeña se había creído la historia de que se debía a una causa mayor, y que lo correcto, era entregar su vida al servicio de los demás. De joven no solo se había convencido de ello, sino que había deseado, con todas sus fuerzas, ser útil a La Comisión. Llevaba años acumulando méritos, aceptando misiones cada vez más difíciles y dando de sí su moralidad a golpe de escusas. La poca ética que le quedaba se había acallado a base de hambre y oscuridad. Yeryas se lo había advertido muchas veces, la primera de ellas cuando todavía era una mocosa. “Si la caja está vacía, comer es LA prioridad, y cuestionar los encargos que se te asignan, un lujo que, sencillamente, no te puedes permitir”. “No te sientas mal por ello”, le aconsejaba, “todo el mundo hace igual”. Esa primera vez ella le había respondido que su caso era diferente. Pronto sería un miembro destacado de la secretaría de La Comisión y, como tal, formaría parte de la pulcra élite de Arkin. Sus días en el sector 0, estaban contados.

Diez años después, a Bezz le costaba dormir. Muchas noches la asaltaban los reproches por todas las atrocidades que había cometido al servicio de La Comisión. Y lo peor no era eso. Lo que más la atormentaba era todo lo que NO había llevado a cabo. Nunca era suficiente, nunca la acababan de recompensar como ella creía que se merecía. Y esa sensación de fracaso constante, le impedía encontrar la postura ideal con la que conciliar el sueño. Cada mañana, cuando el chip que le habían implantado en el brazo le daba un leve chispazo para que se despertara, un funesto pensamiento la abrazaba como si fuera una araña que la envolvía maliciosamente desde la nuca. De hecho, la joven reflexionaba a menudo sobre el éxito. No sabía muy bien en qué consistía, pero sabía que levantarse a las seis de la mañana para ir a un trabajo que la ponía: a) triste o b) de mala leche, distaba mucho del sueño que le habían vendido. Y no podía quejarse, porque todo era culpa suya. Había sido tan estúpida como para comprar el pack premium de promesas vacías. Y había asumido, que su valor como ciudadana de Arkin era directamente proporcional a su utilidad para La Comisión. Llevaba tantos años asumiendo ese papel que no se sentía capaz de ser otra cosa. Sin La Comisión, Bezz la infalible no era nadie.

Con todo, llegó por fin al portal al que se dirigía. Saltó de la bici sin preocuparse de que cayera a un lado, desprotegida, y abrió el portón con una sacudida. Cogió una gran bocanada de ese aire pestilente que ya llevaba pegado a la piel, y empezó a subir las majestuosas escaleras gastando las últimas fuerzas que le quedaban. Las botas con punta de hierro que llevaba hacían resonar sus pasos por todo el hueco de la escalera. Ya hacía más de cuatro años que la comunidad de vecinos había renunciado a arreglar el ascensor; y, aun así, cada vez que le tocaba subir hasta su piso, en la quinta planta, los maldecía. Sabía que por el rato que podía funcionar, esa tartana era más un peligro que una ayuda, pero, ¡joder! ya llegaba a casa lo bastante cansada como para ponerse a subir escaleras. ¡Y encima a oscuras! Eso la ponía de muy mal humor, aunque, si hubiera sido capaz de contar hasta diez, se habría dado cuenta de que el ascensor, en sus circunstancias, tampoco habría funcionado.

Cuando por fin abrió la puerta de su modesto apartamento, lo primero que hizo fue mirar el led del televisor, y se le cayó el alma a los pies. La pequeña luz roja que usaba a modo de guía para saber si tenía electricidad, estaba apagada. Se quedó un buen rato mirando sin ver, antes de decidirse a cerrar la puerta y buscar, a tientas, una caja de cerillas y una vela. Teniendo un poco de luz, se sentó en el suelo tratando de no pensar en nada más, que en seguir las sombras que proyectaba su llama sobre las amarillentas paredes. Se frotó la cara con ambas manos y respiró hondo un par de veces, tratando de calmarse. Se le escapó una lágrima. Y sin darse cuenta, se encontró sollozando. Se le había pasado el tiempo en el que La Comisión les daba acceso a la electricidad que, para su sector, eran solo dos horas al día. En lo que llevaba de semana, y ya era sábado, solo el lunes había llegado a casa a tiempo de darse una ducha caliente y poner un rato la calefacción. Tenía que lavarse, se daba asco a sí misma. Y eso significaba que le tocaría meterse debajo del chorro helado para desincrustar la roña de su cuerpo. Esperaba que al menos el agua saliera limpia. El mes pasado estuvo dos semanas destilando fango de dudosa procedencia con un calcetín. Y esa fue toda el agua potable que tuvo.

Derrotada por esos pensamientos, Bezz se estiró sobre la fría e irregular superficie de cimiento que le servía de suelo. Extendió los brazos y aspiró hondo, sacando pecho, tratando de liberarse de la losa que lo oprimía. Se obligó a retener el aire en sus pulmones unos segundos, antes de soltarlo con rabia. Las imperfecciones del cemento se le clavaban por todo el cuerpo, pero lejos de molestarle, esa incomodidad la reconfortó. Pese a todo, seguía con vida. Sobrevivía.

Al fin decidió moverse para ponerse de pie y mirar en la caja si había algo que pudiera comer. Y justo cuando se apoyó en el suelo para levantarse, sus dedos rozaron algo que había estado esperándola. Se trataba de un sobre blanco que no podía medir más de medio palmo de largo.

Abrió el encargo con asco, anticipándose a lo que le iban a pedir. Siempre era lo mismo. Alguien que había incomodado o cuestionado La Comisión, alguien que molestaba, debía desaparecer. Con rapidez y discreción. Si decidía llevar a cabo el encargo, sería recompensada con generosidad. Y eso fue precisamente lo que logró captar su atención. Lo que se prometía al activo que hiciera efectivo el encargo, eran quince días de permiso con electricidad ininterrumpida. <<¡A la mierda!>>. No necesitó nada más. Se levantó, cogió la mochila que siempre tenía preparada, apagó la vela de un bufido y salió del apartamento dando un portazo. Bajó las escaleras tan deprisa que cuando comprobó, aliviada, que su oxidada bicicleta seguía donde la había dejado, estaba jadeando. Haciendo caso omiso del pinchazo que sentía en las costillas, pedaleó con furia hasta la dirección que le habían proporcionado. El objetivo no estaba muy lejos, de hecho, se encontraba en su mismo sector, cosa que le sorprendió. No era habitual que La Comisión se molestara en mandar eliminar a alguien tan pobre, simplemente les cortaban la electricidad hasta que cedían y se disculpaban, o, en su defecto, morían de frío, hambre, miseria o una asquerosa mezcla de todo.


Así que Bezz no tardó mucho en bajarse de la bicicleta, se sujetó el pelo en una cola alta y comprobó por última vez la dirección que le habían proporcionado. Buscó a tientas por los bolsillos de su cazadora, la llave maestra que le habían entregado hacía ya cinco años, y le dio un vuelco el corazón al no encontrarla. Enseguida recordó que la tenía en el bolsillo trasero de los tejanos y la cogió con torpeza. <<Cálmate, joder, ni que esta fuera tu primera misión>>, se dijo para centrarse. Tras respirar hondo un par de veces, entró sin problemas en el edificio que tenía delante, y subió el par de pisos muy despacio, tratando de hacer el mínimo ruido posible. Tras identificar el rellano que le habían indicado, se quitó la pequeña mochila azul, la dejó en el suelo y sacó de ella un mando con dos botones. Presionó uno de ellos, el de color negro, para asegurarse de que el aparato todavía tenía pilas, y abrió el apartamento con la misma llave maestra que había usado para entrar en el edificio.

Entornó la puerta tras de sí. Se adentró por el pasillo con movimientos lentos y calculados. De repente notó que hacía mucho calor. Empezó a sentir cómo mil agujas se le clavaban en las piernas, sus músculos palpitaban despertando del frío. <<Este cabrón tiene luz>>, pensó. Y entonces lo oyó: era un televisor. Estaban poniendo un concurso. Bezz se dirigió hacia el sonido de las risas enlatadas que tapaban la cantinela de una presentadora con voz de loro. Cuando llegó al marco de la puerta, se asomó para ver el interior de la habitación y confirmó que se trataba del salón. La estancia no estaba muy llena, solo había el mueble de la tele con una butaca delante, una lámpara de pie que le dificultaba ver quién estaba sentado en ella, y una estantería llena de libros. Lo único que pudo distinguir de su víctima, fue una calva con cuatro pelos blancos que sobresalía por encima del respaldo del sillón. El condenado dormía. Y roncaba con tanta fuerza, que se le caía la baba.

Sin tiempo que perder, Bezz calculó que a esa distancia el mando ya funcionaría. Alzó la mano con la que lo había estado sujetando, apuntó hacia su objetivo y apretó el botón rojo. Un espasmo recorrió el cuerpo del viejo, que ahogó un grito y se derrumbó, cayendo al suelo. <<Al menos no sufren>>, se consoló la joven, <<el chip los fríe tan rápido que casi ni se enteran>>.

Bezz deshizo sus pasos hacia la entrada del apartamento, abrió la puerta lo justo para recuperar su mochila, y se volvió a meter dentro, cerrando tras de sí. A medida que registraba las habitaciones para asegurarse de que no había nadie más en el piso, iba encendiendo todas las luces que encontraba. Deshacerse de esa odiosa oscuridad le resultaba agradable. Era hermoso ver los hilos incandescentes de las bombillas, su brillo la reconfortaba, casi se podía decir que le hacía feliz. A pesar de que la vivienda no era muy grande, además del salón también había una cocina bastante decente, un dormitorio con cama doble y un estudio. Antes de ponerse a buscar cosas de valor que se pudiera llevar, la joven regresó al comedor para ver quién era su víctima. El cuerpo había caído de cara, así que le dio la vuelta de una patada. Y al verle el rostro, lo reconoció. Se le escapó un bufido de pura indignación y se enfadó tanto, que le escupió encima.
—¡A tomar por culo! —exclamó cruzando el apartamento hasta la cocina, para abrir la nevera que la coronaba.

Mientas veía la cantidad de comida pulcramente ordenada que ocupaba todos los estantes, no pudo evitar pensar en lo hijo de puta que era el muerto. Sin querer entretenerse mucho más, cogió una lata fría de una cerveza que valía más que todo lo que ella llevaba encima, se sentó en el butacón y comprobó cuantos canales se veían en el televisor. <<¡Cinco! Qué maravilla>>. Se quitó las botas sin preocuparse por ensuciar el suelo, y se tragó un programa de televisión tras otro. Hasta que el chip que le habían implantado en el brazo le anunció que en menos de una hora, debía volver al trabajo. <<Al trabajo de día>>, se recordó. Mientras se ponía las botas, Bezz decidió que no pasaría ni un puto día más sin electricidad. Y que iba a exigir un apartamento en el sector 2, eso como mínimo. Antes de marcharse, llenó la mochila con toda la comida que pudo, y se despidió del cadáver que había dejado en el salón.

—Tenías razón, Yeryas —admitió fijando su mirada en los ojos de pez que la juzgaban desde el suelo—, todo el mundo hace igual. 
Incluido tú.

13 de febrero de 2025

De la lluvia, esos labios rojos y un paraguas negro

El mejor momento para cometer un asesinato es mientras llueve. Las gotas de agua derriten todas las pruebas, los truenos ocultan hasta el más estridente de los sonidos y el vaho que se adueña de los cristales desdibuja las figuras que se mueven en el exterior… Sí, es el mejor momento. Te lo digo yo, que me descuartizaron en medio de una tormenta y, un año después, todavía están buscando mi cadáver. Bueno, en realidad no creo que nadie espere encontrarlo ya. Ni siquiera pienso que se estén dedicando esfuerzos al respecto…

Era de noche. Volvía a casa después de una cena de Navidad. Iba a mentir diciendo que había pasado la velada con unos amigos, en realidad era una cena de empresa. Cómo las odio (bueno, las odiaba). Lo mejor de estar muerta es que no tendré que soportar esas cosas nunca más. A pesar de que no nos dimos cuenta mientras devorábamos el postre, empezó a llover. Y para cuando cruzamos el umbral de esa exquisita pizzería hacia la calle, estaba diluviando. Las gotas se precipitaban cada vez con más fuerza, con una rabia que hacía tiempo que la ciudad no veía. Nos despedimos rápidamente, unos cuantos se iban a bailar un poco y yo no estaba entre ellos, ya había tenido suficiente. Una chica de finanzas me preguntó si quería que se esperara conmigo hasta que “aflojara un poco”. No recuerdo su nombre, supongo que ahora ya da igual cómo se llamara. Le contesté que no hacía falta. Lo que yo quería era que me acercara a casa en coche. Pero yo era demasiado educada para importunar a los demás con mis deseos o mis pensamientos. En realidad, ahora que reviso la escena con cierta perspectiva, es decir, mientras una familia de gusanos se pasea por las cuencas vacías que antes ocupaban mis ojos, creo que sería más justo decir que fue eso lo que me mató: mi patológica y desquiciante obsesión por no molestar. Me pasé la vida subestimándome y ahora que ya es tarde, me pregunto en qué coño estaba pensado. Supongo que cuando tienes el pelo acartonado por el barro bajo el que te han enterrado todo se ve distinto.

Por suerte llevaba paraguas. Uno grande, negro, con un mango tan grueso que mis pequeñas manos no lograban abarcarlo del todo. Antes de fundirme en la oscuridad, me puse la capucha de mi abrigo rojo. Esa noche me había pintado los labios a juego. Mira tú qué tontería, yo, que la última vez que me maquillé fue en la fiesta de fin de curso de bachillerato. Me gustaba tanto la delegada de letras que estaba dispuesta a disfrazarme con tal de que se fijara en mí. Y spoiler: no lo hizo. Estaba pillada por el malote de segundo. ¡Qué sorpresa! Dos años después me enteré de que la había dejado preñada en mitad de una licenciatura. Vamos que, en definitiva, le arruinó la vida. Eso conmigo no le hubiera pasado. ¡JA! ¿Está mal que me alegre por su desdicha? Qué más da, si yo ya estoy muerta. He recibido todos los castigos, tanto los merecidos como los inimaginables.

La chica de finanzas me acompañó media manzana. Juro que yo intentaba seguir su nerviosa conversación, pero de mi boca solo salían unas escuetas respuestas “sí”, “no”, “hum”, “ahá”… Solo podía pensar en la fina capa de agua que levantaban mis botas a cada paso. “Chaf”, Chof”; “Chaf”, Chof”; “Chaf”, Chof”. Era cuestión de minutos que se me empaparan los calcetines. Tenía mucho frío. Sabía que en cuanto me quedara sola empezaría a temblar. Mi acompañante no tardó mucho en carraspear y excusarse diciendo que se tenía que ir. Si ahora recreo la imagen de su rostro, me resulta fácil pensar que estaba tan asustada como yo. Al menos trató de acompañarme, aunque solo fueron unos metros. Nos despedimos con dos besos y le di las gracias por preocuparse por mí. O tal vez no llegué a dárselas, no estoy segura, ya que se fue sin responderme.


Me quedé muy quieta bajo el paraguas, mojándome los pies, escuchando como sus pasos se alejaban. Tan pronto como la perdí de vista me pasé la mano mojada por los morros. Si hubiera tenido un espejo hubiera visto como se me corría el pintalabios. Seguro que hasta se me habían manchado los dientes. Un regusto a cartón me inundó el paladar. No podía más. Solté el paraguas, que cayó al suelo levantando gotas de un agua helada que me mojó las pantorrillas a través de los tejanos, y dejé que la lluvia me lavara la cara. Me daba igual si pillaba una pulmonía, necesitaba sentir como el frío se lo llevaba todo. TODO.

No sé durante cuánto tiempo permanecí allí, bajo la lluvia, hasta que volví a coger el paraguas, lo sacudí y lo levanté para resguardarme debajo. Empecé a caminar hacia mi casa. “Chaf”, Chof”; “Chaf”, Chof”; “Chaf”, Chof. Estaba a unos 20 minutos, en nada estaría a salvo. O eso creía.

Enseguida empecé a rallarme. MUCHO. Me di cuenta de que el sonido de la lluvia podía ocultar todo lo que sucediera a mi alrededor. Tenía miedo. Oí pasos que se acercaban a mí por la espalda. Me di la vuelta bruscamente, allí no había nadie. Recuperé el rumbo y aceleré el paso. ¡Chaf!, ¡Chof!; ¡Chaf!, ¡Chof!; ¡Chaf!, ¡Chof! Me faltaba muy poco para llegar al centro. Traté de recordarme que las calles comerciales siempre estaban bien iluminadas. La alcaldesa trataba de suplir con LEDs la escasez de efectivos policiales. Hacía meses que nadie quería hacer el turno de noche, y no me extrañaba. “También están las luces navideñas”, me obligué a recordar. En esa época del año todo se llenaba de guirnaldas, purpurina, lazos rojos y ramilletes de muérdago. Era bonito. Un poco frívolo, pero bonito.

Cuando crucé la esquina que me iba a llevar hacia ese festival de luces, me dio un vuelco el corazón. Todo estaba a oscuras. Ni focos en los escaparates, ni luces de navidad, ni farolas. NADA. Todo se había apagado. Tal vez por la tormenta. O quizás era debido a la presencia de una deidad malvada y primigenia que me iba a devorar las entrañas y a quitarse los “paluegos” sanguinolentos con los huesecillos de mis pies. Solté un bufido. Apreté todavía más el paso. Me quedaban diez minutos para llegar a casa ¡Chaf!, ¡Chof!; ¡Chaf!, ¡Chof!; ¡Chaf!, ¡Chof! Pronto todo se habría terminado y podría darme una ducha caliente para, después, ponerme mi camisón de Betty Boop, mis calcetines largos de Cerdicornio y taparme con la mantita “frufrú” del aguacate que pide 5 minutitos más de siesta. ¡Ya casi estaba! Con la luz de la luna llena tenía suficiente para no chocarme con nada.

Y de hecho no tardé mucho en atravesar las tres calles que conformaban la zona más codiciada de la ciudad. El precio de los pisos en el centro subía al son del crecimiento del índice de criminalidad. Cuando por fin vi mi edificio solté un suspiro y relajé los hombros. ¡Ya había pasado todo! Saqué el manojo de llaves y, mientras recorría esos últimos metros, lo apreté con tanta fuerza que los dientes de las pequeñas piezas de metal me dejaron marcas blancas en la palma de la mano. Abrí rápidamente la puerta que daba al patio de mi comunidad y me aseguré de que se quedara bien cerrada tras mi paso. Sujetando todavía las llaves con la mano izquierda, saqué el móvil del bolsillo de mi flamante abrigo rojo y le mandé un mensaje a mi madre: “Ya estoy en casa, todo ok, ¡descansa!”. La aplicación me indició que ella había empezado a escribir para responderme, “Mama is typing…”. Como siempre tardaba una eternidad en acabar, me volví a guardar el teléfono y me dirigí hacia la puerta de la escalera en la que estaba mi piso.

Antes de entrar, sacudí varias veces el paraguas para que soltara un poco de agua y me desabroché el abrigo. Abrí la puerta, me sequé la suela de las botas lo mejor que pude en el felpudo que el vecino del 4º 2ª se emperró en comprar, y me dirigí hacia el ascensor. Nunca perdía la oportunidad de usar ese atajo, para algo lo pagaba. Me sentí un poco mal por no prestar la más mínima atención al árbol de Navidad de la entrada. Mis vecinos habían dedicado toda la tarde a prepararlo y yo ni siquiera les había dado las gracias. No me había parado a admirarlo y no pensaba hacerlo justo en ese momento. Tenía mucho frío. Necesitaba darme una ducha caliente y, como el día siguiente era festivo y no tenía que madrugar, pensaba mirar una buena peli mala mientras me zampaba un bol XL de palomitas. ¡Qué narices!

El leve traqueteo del ascensor me sacó de mis pensamientos y me anunció que ya me encontraba en mi rellano, que compartía solo con el 1º 1ª. A pesar de que nunca había visto a su inquilino o inquilina, sabía que la vivienda estaba habitada. Siempre me despertaban unos portazos nocturnos, a la una y a las cinco de la madrugada. Entonces me di cuenta de que ya eran las doce y cincuenta-y-nueve. Y pensé con emoción que tal vez había llegado el gran día de conocer a mi vecina. También podía ser un vecino, cierto, pero en mi fuero interno esperaba que fuera una joven de melena roja y ojos azules. Y, por supuesto, que estuviera abierta a concederme una cita. No me juzguéis, estaba muy sola y con falta de amor.

La cuestión es que no me dio tiempo ni a meter la llave de mi piso en la cerradura, cuando la puerta del 1º 1ª se abrió de repente. Y lo que vi salir a través de ese umbral me dejo seca. Sin palabras, emociones, incapaz de realizar cualquier movimiento y sin voz. SECA. Aunque quise gritar y escapar, no pude. Lo más fácil de describir era la correa. Sujeta por una mano pálida y huesuda, se extendía hacia el suelo. Y allí… había un niño. Solo que no era humano. Llevaba un pijama a rallas amarillento, manchado, desgarrado… y su piel… era de un gris ceniza, con muchos cortes, laceraciones y desgarros purulentos. Con todo, lo peor era el bozal. Unas correas de cuero negras tapaban la boca de ese ser que boqueaba. Desde donde estaba yo podía oír cómo rechinaba los dientes y le crujía la mandíbula. Enseguida entendí que tenía hambre. Y que yo era su cena.

Me caí de espaldas y alcé la vista para ver quién retenía al niño-zombi. Se trataba de una anciana. Su apariencia era casi normal. CASI. Pero estaba muy delgada, más que eso. Estaba tan demacrada que el vestido negro se le pegaba a las costillas, dejando entrever su forma irregular. Tenía los ojos grises, fríos como el cristal. Parecía un espectro. Al verme, alzó las cejas por la sorpresa y me dedicó una sonrisa ponzoñosa. Sus labios se curvaron mientras emitía un sonido que era tan agudo como el que producen dos canicas al rozarse entre sí.
¿Qué te parece, pequeño? preguntó retóricamente. Hoy nos han traído comida a domicilio.
El niño zombi se abalanzó sobre mí, tensando la correa que lo retenía y que era lo único que se interponía entre él y mi muerte.
Shhhhhhhhh, tranquilo…  susurró la anciana. Tras lo cual le quitó el bozal y lo soltó.
Mi mundo se tiñó de rojo, negro y dolor. Un dolor tan atroz, que no me permitió ni el alivio de empezar a chillar.

La criatura se puso encima de mí y mordió, arrancó, sorbió y arañó cada parte de mi cuerpo. Acabó con mi vida en apenas cinco minutos. “Al menos ha sido rápido”, pensé, y pasé a ver la escena desde el techo, como si alguien me hubiera prestado una escalera y hubiera desconectado el cable que unía mi consciencia a mi cuerpo. No tardé mucho en entender lo que había pasado. Así que atravesé la puerta de mi apartamento, me senté en el sofá que coronaba el comedor y esperé. Hasta que noté un tirón, como si me estuvieran arrastrando hacia un lugar en el que yo no debía estar. Cerré los ojos. No quería mirar. No quería saber. No necesitaba ver cómo aquél ser y su guardiana, se deshacían de mi cuerpo.


27 de febrero de 2024

Mis tetas, mis pezones y yo, no estamos de acuerdo. Y María tampoco, dicho sea de paso


“Tenía muchas ganas de escribir esta carta. De hecho, cada día más. Poder soltar lo que llevaba tantos años acumulando va a ser toda una liberación. Así que presta atención, señoro, apreciado mío. Por cierto, empezaré diciéndote que me llamo Justicia. Por si quieres nombrar a la puta, perra, zorra, feminazi asquerosa que va a poner en peligro tu masculinidad. Lo digo así para que no se te olvide, si es que tu memoria da para tanto. Y oye, espero no dejarte indiferente. Te mando un abrazo ya antes de empezar. ¿Estás bien? Amor y paz para todos, incluyendo a los señoros. Y para que no te pierdas, te diré que todo esto lo escribe Julia Justicia. Sí, lo sé, tengo nombre de súper heroína. ¿A qué mola? Pues no. Hoy en día parece que todas tengamos que ser un ser de luz sobrenatural para llegar a las exigencias mínimas de esta sociedad y, la verdad, yo ya estoy hasta el coño de tanto rollo supremacista.

Pero bueno, vamos al lío. Pues resulta que tengo pechos. Qué sorpresa, ¿verdad? Y estos pechos que, por algún motivo, me ha dado la madre naturaleza, no son lisos, planos ni discretos. Se trata de dos torrentes desbordándose dentro de mis camisetas; de un valle que se forma, implacable, debajo de mi papada. Y, sobre todo, se trata de mi feminidad ofendiendo o, peor aún, alentando, tu testosterona. Quizás te preguntes por qué te estoy contando todo esto. Bueno pues porque me gustaría que entendieras mi situación (con qué pretensiones vengo, ¿eh?). Y, de paso, que entiendas la de mis tectónicos, gelatinosos e impredecibles pechos. De hecho, me gustaría contar contigo para solucionar un problemilla que nos atañe. Al fin y al cabo, esto es cosa de todos los seres civilizados. ¿Podemos incluirte en esa categoría? ¡Yo digo sí!

Verás, yo no controlo cómo florezco. Más bien he podido comprobar que lo he padecido a lo largo de mi vida. De pequeña, por surte, no fui de las primeras de la clase en desarrollarme. Pero sí que vi cómo una de mis compañeras lo era. A María le salieron las tetas mucho antes de que se le curtiera el cerebro. Y eso le trajo muchísimos y variopintos problemas. Todo el mundo la trataba como a una mujer, cuando sus aspiraciones no llegaban ni a las de las otras niñas de primaria. Los adultos la miraban, la juzgaban y, lo más enfermizo de todo, la deseaban. Para tu información te diré que María era una morenaza de metro treinta que no había aprobado un examen de matemáticas en su corta existencia. Lo más triste de todo es que aceptó, y tomó como suya, la etiqueta con la que todos se habían emperrado en definirla. Y ¿cómo no hacerlo?, ¡era una niña! Vio la oportunidad de destacar, de sentirse “querida”, y se aferró a ella como a un salvavidas en medio del Pacífico. Por desgracia, María no tuvo en cuenta que a los tiburones les importa una mierda que estés bien aposentada en tu flotador. Los depredadores te atacan sin más, sin que te lo esperes. Y lo más injusto de todo, sin que te lo merezcas…

Bueno, ¿y todo esto por qué te lo cuento? Pues es tan sencillo que hasta tú lo vas a entender. ¡Que sí¡ ¡Ya lo verás! Esto es una declaración de intenciones. Una carta magna a la chabacana libertad. ¿Y eso qué significa? Pues que se acabó. Sí, me da vergüenza que el mundo vea mis pechos tal y como son, pero ya estoy harta. Estoy cansada de enfundarme cada mañana en un elemento de tortura para no agitar una parte que apenas supone la mitad de la población. Los sujetadores que realmente contienen mis pechos se componen de dos aros metálicos que se me clavan en las costillas, reforzados por una serie de capas que se emperran en enterrar mis pezones. No eres consciente del escozor y el calor que produce semejante artilugio. ¿Y tú te quejas de que te sudan los cojones en verano? ¡JA! No tienes ni idea de lo que es la verdadera incomodidad. De hecho, yo misma llevo tanto tiempo sometida a esta opresión, que solo soy realmente consiente de ella cuando, después de soportarla durante toda una jornada laboral, llego a mi casa y me quito el sujetador con rabia. Las enrojecidas marcas que deja en mi cuerpo me escuecen a modo de burla y castigo a la vez; dos sonrisas psicópatas y psicopáticas que se dibujan debajo de mis pechos saludándome a través del espejo. El sujetador muerde la zona hasta dejarla en carne viva. Y los tirantes… correas que actúan como contrafuerte del metal y se clavan en medio de mis hombros, atravesándome la clavícula. Por no hablar de la ristra de ganchitos que sirven para apretar, todavía más, el instrumento de tortura. La filigrana se aferra a mi espalda, refugiándose en los recovecos más blandos de la rechoncha superficie. Y a propósito de eso. Déjame que te cuente que María nunca se había quejado de los ganchitos, los tirantes, los aros de metal ni de las sonrisas psicopáticas. María representaba tan jodidamente bien su papel, que daba miedo.

Aunque, eso sí, a María le daba cierta vergüenza llevar sujetador. ¿La vas a culpar? Se trataba de una cría de once años. Si al final, incluso, agradeció la tortura de ponerse ese corsé moderno a diario, era porque le daba pavor la reacción que provocaba si no lo llevaba. Y así estamos muchas, en cierto modo. ¿Qué coño te hace pensar que si se le marcan los pezones a una mujer es porqué “se alegra” de verte? ¿Crees que despiertas en ella alguna emoción aparte de incomodidad o asco? ¿En base a qué? ¿De verdad piensas que si la camiseta de una mujer deja entrever dos círculos granulados en mitad del pecho es porqué le interesas lo más mínimo? Déjame que te explique algo, querido señoro. La GRAN e INEMSA mayoría de las veces, se trata de un tema de cambio de temperatura. Algo que tú no puedes ni siquiera aspirar a entender, ya no digamos controlar o influir en ello.

Y si ese no fuera el caso, ¡genial! Qué bello es conectar con alguien física y mentalmente hasta llegar juntos al éxtasis más revitalizante. Pero esta carta no es para esos casos. Este escrito es para todos esos señoros que son incapaces de ponerse en nuestro lugar. Y también es para los gilipollas que se creen con derecho a juzgarnos, dicho sea de paso. O, pero aún, propasarse con nosotras pensando que son correspondidos. En realidad, creo que toda esta locura solo tiene un objetivo. Chillarte, señoro de la vida, que MI y NUESTRO cuerpo no está aquí para complacerte a ti. Aquí MI y NUESTRO cuerpo solo existe para que lo disfrutemos YO y NOSOTRAS. Así que, señoro de turno, si te molestan mis tetas o mis pezones, mira hacia otro lado. Yo te garantizo que no van contigo, estate tranquilo. Y, por cierto, deja a María en paz. A ella le repugnas hasta niveles que ni siquiera eres capaz de imaginar. Te aclararé algo. María llegaba a casa, se arrancaba el sujetador con asco, se hacía una cola alta, abría el libro de álgebra I, y lo garabateaba con rabia. Hasta agujerear las páginas y clavarse el lápiz en los muslos. María trataba de olvidar cómo la mira el profesor de matemáticas. Y se sentía tan mal por hacerle caso a semejante capullo, y se torturaba tanto por el hecho de que le afectaran los comentarios que le hacía cuando estaban a solas, que le costaba dormir. María se desmoronaba por momentos. Porque María no conseguía deshacerse de la acojonante sensación que produce saber, que tu etiqueta vale más que tú.

Fdo.: J.J


La inspectora Díaz cerró con demasiada fuerza la carpeta con el expediente 1344572. Un suspiro se escapó de lo más profundo de su ser, tratando inútilmente de aliviar el peso que llevaba tiempo acumulando sobre sus hombros. Llorar no estaba permitido, sin embargo, atiborrarse a ansiolíticos era la alternativa aceptable que le había propuesto su capitana. Estampó el tubo amarillento contra la pared tan pronto como la psiquiatra la dejó salir del diminuto despacho. Las relucientes pastillas blancas saltaron y rodaron por el suelo del oscuro pasillo. Crujieron bajo sus botas cuando las pisó para salir del edificio que la estaba asfixiando. La inspectora Díaz nunca había edulcorado sus emociones y no pensaba empezar esa noche. Estaba tan tensa que le dolían los hombros. Llevaba varias jornadas apretándolos, fatigándolos, estirando sus fuerzas al límite sin darse cuenta. Y es que el caso que estaba investigando le había golpeado en lo más profundo de su alma. El nombre de la víctima le había atravesado el corazón nada más leerlo: Julia Justicia.

Hacía un par de semanas que había ido a la redacción del periódico “Ayer” con una orden de registro. A pesar de la gravedad de la situación, había costado sangre y sudor que le entregaran una copia de todas las cartas al director, no publicadas, recibidas durante el último año. Y entre quejas, amenazas y escuetos elogios, lo encontró. El mismo escrito que Julia había mandado a todas las cadenas y empresas publicitarias de la ciudad. El manifiesto a la libertad femenina que nadie se había atrevido a publicarle, pero que, sin embargo, le había costado la vida. Ojalá nunca lo hubiera escrito. La impotencia que sentía la inspectora Díaz le hacía pensar que todo era culpa suya.

Aunque el móvil del delito estaba claro, bastaba con ver el cadáver que habían dejado. Le habían escrito “puta” hundiéndole un cuchillo en medio del abdomen. También le habían amputado ambos pechos para colocarlos, minuciosamente, tapando sus ojos. Y le habían hecho “El payaso”. Ni siquiera hacía falta haberse tragado alguna de las películas de Batman para entender la expresión. La macabra y artificial sonrisa asomando debajo de las masas sangrientas que se desparramaban sobre sus ojos hizo que la inspectora Díaz vomitara nada más ver la escena.

Pero, si la carta no había sido publicada en ningún medio, ¿cómo había llegado hasta el asesino? Esa era la pregunta que obsesionaba a la inspectora y que no le dejaba dormir bien desde que le habían asignado el caso. Ya hacía seis meses... Redactores, editores, maquetadores, jefes de prensa… hasta los conserjes y el personal de limpieza de más de quince periódicos eran sospechosos de asesinato. Y aun con tantas personas potencialmente implicadas, la inspectora Díaz no encontraba nada. Ni un indicio. Los había interrogado al menos cuatro veces a cada uno. Era inútil. Ni una conexión plausible, un comentario desafortunado, ni una muestra de desprecio o una nota en una agenda que ayudara a tirar del hilo… ¡NADA! Julia Justicia era un fantasma. Y nadie parecía echarla de menos.

“María, déjalo”. Le repetían una y otra vez sus compañeros de equipo. Y María hacía ver que no le afectaba; que el caso de Julia era solo un caso complicado más. No se había atrevido a decirle a su capitana que conocía a la víctima. Mucho menos le iba a confesar que ella era la protagonista de la carta que había escrito. Ella era la María que todavía no había podido superar el trato que había recibido en su infancia.

Antes de que Julia volviera a arrollar su vida con esa carta, María creía que esos días habían quedado atrás. Que lo había superado. Hasta que las pesadillas volvieron. Se despertaba en plena noche, bañada en sudor, y, alentada por los horribles sueños poblados de las escenas que todavía recordaba, revivía aquel día una y otra vez. Ese hombre. Su olor a tabaco rancio. Su voz impaciente, autoritaria y dañina. La lengua pegajosa, espesa, que se le colaba por la garganta hasta cortarle la respiración. Sabía a anís. Sabía a sangre y a enfermedad. Unas manos que, de repente, se posaron sobre sus muslos y le subieron la falda. El libro de álgebra cayendo al suelo cuando ella se estremeció. Y luego… oscuridad. Una oscuridad tan densa que, por lo visto, todavía no la había soltado y seguía emponzoñando sus pulmones.

Solo había tenido un desliz. Un día. Un momento de debilidad. Se lo había contado a Julia y a nadie más. No. Nunca. A nadie más. Julia lo entendió y la abrazó. Ese abrazo fue lo único que logró hacerla sentir mejor en años.

Y ahora Julia estaba muerta.

Una noche, el sueño que tubo María fue tan vívido que, cuando se despertó, no lo pensó. Cogió la pistola reglamentaria que guardaba debajo de su almohada, alargó los brazos apuntando al frente y disparó. Pegó uno, dos y hasta tres tiros. Después, soltó el arma y empezó a llorar. No era la primera vez que pasaba. Solo el silencio y la calma de la habitación lograron consolarla. Con las manos todavía temblorosas, encendió la luz de su diminuta mesilla. Allí no había nadie. Ni vivo ni muerto, ni tendido en el suelo ni acechándola desde el umbral. Las marcas que había provocado en el pladur humeaban a modo de reproche. Había otras hendiduras, más antiguas, y otras más. <<Ese hijo de puta está muerto>>, se recordó, <<El cáncer de pulmón se lo llevó mucho antes de que pudieras vengarte>>. Quizás ese era el problema. Nunca se había enfrentado a él y, de algún modo, su esencia seguía tan viva que le hacía daño.

Poco a poco, recuperando el control sobre sí misma, la inspectora Díaz logró hacerse la pregunta más lógica que podía plantearse. Esa pregunta que llevaba meses obsesionándola y que le quemaba las entrañas. <<Entonces, ¿quién ha matado a Julia Justicia?>>.

El abismo que se había abierto delante de ella le devolvió la mirada, en silencio, misericordioso. Hacía tanto tiempo que conocía ese dolor que lo reconoció como a un viejo amigo. Era tan tentador abandonarse en sus brazos...
Pero Julia merecía respuestas. Y María volvió a prometerse, que no descansaría hasta poder dárselas.


13 de junio de 2023

Un cilindro, ese color zafiro y el desastre que se podría haber evitado

“No ha sido culpa mía”, me repito una y otra vez. Pero por más que intento convencerme, no consigo creérmelo del todo. Me ha engañado como a un tonto. Ella sabía perfectamente lo que iba a pasar, seguro que ya lo había hecho otras veces. Y yo me voy a arrepentir el resto de mi vida de haberla conocido. Qué estúpido he sido. ¿Qué coño voy a hacer ahora?

Todo empezó el viernes por la noche. En lugar de quedarme en casa como le había dicho a mi hermana Yaiza, decidí salir un rato con Jesús. En mi defensa diré que la primera vez que Yaiza me propuso plan y le dije que no podía, no era mentira. Mi intención era pasar la noche entre pósits y fosforitos, de verdad, pero Jesús insistió mucho con que fuéramos al Dipa. Al menos insistió más que mi hermana. O, siendo sincero, quizás no. Ella hacía poco que se había mudado a la ciudad y todavía no tenía muchos amigos, por lo que cada día me proponía hacer algo, sin darse cuenta de que estaba empezando a agobiarme. Al fin y al cabo, si me había alejado más de ciento cincuenta quilómetros de la preciosa casa adosada en la que crecimos, era para huir de mi familia. Aun así, parte de ella me había seguido hasta la capital. En concreto mi madre, que por fin había decidido separarse del hombre que le amargaba la vida, y mi hermana, que no iba a quedarse sola “con ese señor”. Así que alquilaron un piso a un par de manzanas del mío, Yaiza se matriculó en la universidad que quedaba a tres paradas de metro, y empezó a infestar con su presencia mis lugares favoritos.

La cuestión es que yo tenía que revisar unos artículos (y toda su bibliografía) para una visita que tenía el lunes, un caso complicado para el que me estaba empezando a quedar sin opciones. También estaba agobiado por mi situación familiar y mi mejor amigo quería presentarme a su nuevo “ligue”. Sus mensajes me generaron tal hype, que al final accedí a acompañarle al bar que solíamos frecuentar, rezando para que Yaiza no hubiera decidido salir sola ante mis excusas.

Y allí estaba ella. No, Yaiza no. Me refiero a la “amiga” de Jesús. Se trataba de una mujer bastante normal. No me malinterpretes, no sabría describirla de otro modo. No era alta ni baja; ni rubia ni morena; ni flaca ni gorda; ni guapa ni fea. Su ropa no llamaba la atención; tampoco su maquillaje o los accesorios con los que se había engalanado. Y a pesar de todos esos rasgos neutros, su presencia llenaba el local entero. Era inteligente, simpática, perspicaz y se reía con nuestros chistes. Todo un despliegue de aptitudes, cualidades y habilidades entrenadas para hacernos sentir como en casa. Porque eso era lo que hacía, te hacía sentir a salvo mientras te envolvía en su trampa. Una telaraña que no tardaría en caerme encima para arruinar mi vida. En ese momento no me di cuenta de que nos estuviera utilizando. Así de sutil y despiadado era su arte.

El nudo de esta historia se tensó cuando llevábamos más de dos horas bailando, los tres, en el centro de la pista. Mi mejor amigo y yo nunca nos atrevíamos a destacar, pero esa mujer, cuyo nombre no pregunté ni nadie me dijo, nos azuzó hasta que accedimos a “quemar la pista”. Y en el momento en que mi mejor amigo anunció que tenía que ir a “vaciar la vejiga”, ella inició el ataque. Extendió los brazos por encima de mis hombros, como si fuéramos a bailar una canción lenta, y acercó su cara a la mía, hasta que nuestras mejillas se rozaron. Permaneció así unos minutos en silencio. Y luego, de repente, retrocedió un paso y gritó alegremente:
—¡Joder! Ya sé de qué me suenas. Eres el hermano de Yaiza, ¿verdad?
Sus palabras resonaron como un trueno por todo mi cuerpo. Empecé a pensar en la excusa que tendría que inventarme; en lo pesada que se pondría mi hermana al no creerme; en el drama que montaría mi madre al tener la oportunidad de entrometerse entre nosotros… Estuve tentado de negarlo, decirle que no sabía de quién me estaba hablando, pero sabía que ella me había reconocido. Y mi expresión le había dado la confirmación que yo todavía no me había decidido a expresar.
—Sí… —musité al fin. — ¿de qué os conocéis?
—De la Uni.
—¿Vais juntas a clase?
Mi pregunta se quedó en el aire, sin respuesta. La chica se dio la vuelta y desapareció escurriéndose entre la multitud. A pesar de que quise ir tras ella, el impacto de una mano en mi hombro me detuvo. Era Jesús, que había vuelto del baño.
—¿Se ha ido? ¿Qué ha pasado? —quiso saber mi amigo.
—Oh, ha dicho que tenía prisa —mentí sin saber muy bien por qué.
—Esta mujer me tiene bien pillado… —reconoció Jesús poniendo los ojos en blanco.
Despertando del influjo de la chica misteriosa, nos sentimos incómodos en el centro de la pista, así que pedimos otra cerveza y reculamos hasta uno de los laterales del local. Estuvimos un rato charlando de cosas sin importancia, y no tardamos demasiado en marcharnos.

El fin de semana pasó sin que Yaiza diera señales de que me hubiera descubierto. El domingo la invité a cenar, en parte porque me sentía mal, y en parte porque quería averiguar quién era el ligue de Jesús y cuán cercana era a mi hermana. No tuve éxito. Yaiza me dijo que no había hecho ninguna amiga todavía, ni tampoco conocía a nadie que encajara con la descripción que le di (que, dicho sea de paso, era muy genérica, como luego se encargó de recriminarme la policía).

A media semana, cuando ya casi me había olvidado del asunto, una notificación de Instagram inundó la pantalla de mi teléfono móvil. <<Cleo89 ha comenzado a seguirte>>. Era ella. Estaba seguro, aunque en la foto solo se viera una mirada engalanada al más puro estilo Egipcio, con gruesas e infinitas líneas negras y una sombra de ojos azul zafiro que parecía brillar con luz propia. Le devolví el follow al instante, y ella inició el chat. Se llamaba Cloe. Me dijo que se lo había pasado muy bien el viernes por la noche y que quería verme. Cuando le pregunté si también invitaría a Jesús, me dijo que no, que sería nuestro secreto, <<como lo del Dipa con Yaiza —emoticono de diablillo—>>.

Insistió en vernos al día siguiente, y como ella solo tenía disponibilidad por la mañana, le propuse que se acercara al hospital en el que yo trabajaba como residente. Ella accedió encantada: <<Qué interesante, ¡un médico! —emoticono de cara sonriente con manos—>>. Nunca fallaba, mencionar mi profesión siempre me ayudaba con las citas. Porque teníamos una cita, ¿no?

Resultó que Cloe llegó quince minutos antes de lo acordado. Y como yo estaba acabando un informe, le dije que subiera a mi despacho. <<Dirígete hacia Consultas Externas, pregunta por el Dr. Roca y te dejarán pasar. Luego ves al tercer pasillo, box 1.3.>>. Así lo hizo. La puerta se abrió en apenas cinco minutos. Nos saludamos con dos besos rápidos, y volví a mi ordenador para terminar de completar las anotaciones de la última visita.
—Siéntate, siéntate... Dame un segundo y enseguida estoy contigo —le prometí.
Ella obedeció, en silencio. Se sentó en una de las sillas que había delante de mi escritorio y esperó pacientemente a que yo terminara.
—Ya está, disculpa.
—Tranquilo, soy yo que he llegado antes —me consoló con la mejor de sus sonrisas.
Me quité la bata y la sustituí por la chaqueta que colgaba del perchero que quedaba a mi izquierda, tras lo cual le hice un gesto a Cloe para salir del despacho.

Fuimos a un bar que estaba a unos cinco minutos del hospital. Nos tomamos un café y charlamos un poco de todo. Me dijo que trabajaba en una empresa de consultoría informática y que hacía tres años que vivía en la ciudad. Yo le expliqué por qué me había sorprendido que mencionara a Yaiza en el Dipa, y le conté por encima el drama con mis padres. A pesar de que no sabía por qué, me inspiraba confianza. Era tan fácil hablar con ella…

Hasta que miré el reloj y vi que ya había pasado una hora. Hacía veinte minutos que se había terminado mi descanso, así que tuve que excusarme y volver al hospital. Ella insistió en acompañarme hasta la puerta de la entrada general y, en lugar de intercambiar los dos besos reglamentarios, se puso de puntillas, me rodeó el cuello con ambos brazos y juntó sus labios con los míos, besándome apasionadamente. Me dejó sin respiración. Me soltó un <<Nos vemos, cariño>>, se giró y se fue. Yo no pude reaccionar hasta que la perdí de vista, la verdad. Así de buena era Cloe, si es que ese era su nombre real, cosa que dudo mucho.

La cuestión es que cuando regresé a mi despacho, me fijé en que había un USB en la silla que, apenas una hora antes, había ocupado Cloe. Me costó un poco adivinar de que se trataba, era un cilindro azul bastante pequeño, y solo tras cogerlo y examinarlo con un poco de detalle, vi lo que era. Tenía un botón en uno de los laterales. Lo pulsé. Y un conector rectangular emergió de su interior a tal velocidad, que parecía exigir que lo enchufaran en alguna parte.

Mentiría si no admitiera que me picó la curiosidad. ¿Qué guardaba Cloe en ese pequeño cilindro? Ni siquiera tuve que pensármelo dos veces. Lo cogí y lo enchufé en el ordenador de mi consulta. Creo que nunca la he jodido tanto como con ese sencillo gesto. Ni siquiera cuando mi madre encontró unas bragas de encaje entre los cojines del sofá y dejé que creyera que las había escondido mi padre.

Al principio no pasó nada. Intenté acceder a los archivos del USB y pareció que mi ordenador no era capaz de reconocerlo. Como sabía que tenía menos de un minuto para llamar al siguiente paciente, decidí dejarlo para más adelante, así que abrí Eliton, nuestra herramienta de HCE (Historia Clínica Electrónica). La sesión había caducado, pero pude volver a autenticarme sin problema. Una vez dentro, miré la lista de los pacientes del día, los ordené por estado e hice clic encima del primer pendiente que tenía yo asignado. “María Pérez, María Pérez, María Pérez”, repetí en un susurro para que no se me olvidara. Y mientras memorizaba su nombre, me dirigí hacia la puerta, la abrí y lo volví a pronunciar una cuarta vez, con voz alta y clara. Una mujer rubia se levantó y me siguió hacia el interior de la consulta. Me senté en mi sitio y le indiqué que hiciera lo propio, mientras le preguntaba cómo estaba y trataba de abrir el apartado en el que debían salir sus últimas exploraciones.

Y entonces empezó. Un mensaje emergente de error tras otro invadió la pantalla. <<Número de exploración desconocido>>, <<Asistencia desconocida>>, <<Paciente inexistente>>, <<Error desconocido>>, <<FILESYSTEM ERROR 804x>>. Me asusté tanto que cerré Eliton a lo bruto, por la cruz del navegador. Esperé un par de minutos excusándome ante la paciente, que seguía hablando de no sé qué dolor que tenía desde hacía tres años. Intenté volver a acceder. No pude. Nada más hacer doble clic sobre el icono de Eliton, los mensajes emergentes volvieron. <<Unknow Namespace [USERS]>>, <<UNK DB CRED>>, <<FILESYSTEM ERROR 309z>>. Ni siquiera apareció la pantalla de login. Cerraba una ventana emergente y aparecía otra.

No sabía qué hacer. Mi paciente seguía hablando y a mí me faltaba el aire. Al cabo de cinco minutos decidí pedirle que se marchara. Me excusé diciendo que había un problema informático y que se dirigiera al tablón de información para que le reprogramaran la visita. Tan pronto como cerró la puerta, llamé al SAU (Servicio de Atención al Usuario). Comunicaba. Así que probé con Sistemas y con Desarrollo, corriendo la misma suerte. Mi jefe y la jefa de servicio tampoco contestaban, ni la directora de informática, siempre tan accesible, me cogió el teléfono. Me acojoné. ¿Y si todo eso era culpa mía? Intenté acceder a Eliton una vez tras otra, sin éxito. El cilindro azul zafiro que sobresalía de la torre de mi ordenador me miraba cada vez con más sorna. No, no podía ser.

Hasta que la puerta de mi despacho se abrió de un golpe seco. Y una turba lo invadió a gritos. Mi jefe, la jefa de servicio, el director médico, la directora de informática y sus adjuntos del SAU, Sistemas y Desarrollo estaban delante de mi mesa, discutiendo. Llegó un punto en el que la directora de informática los hizo callar a todos, me señaló con un dedo acusador y gritó:
—A ver, ¿qué coño has hecho con el ordenador?
Yo sabía perfectamente a lo que se refería. Era el USB de Cloe. Tenía que ser eso, era muy improbable que se tratara de una coincidencia. Así que sin decir nada, me agaché un poco, desconecté el pequeño cilindro azul y lo alcé en alto.
—Joder, ¡será…. —empezó la responsable de Sistemas, reprimiéndose para no insultarme.
Dejé el dispositivo encima de la mesa. No sé ni qué excusas farfullé. Salí de la consulta sin responder a las preguntas ni defenderme ante los insultos que me estaban propinando. ¿Cómo había sido tan estúpido?

Me refugié en el recuerdo de la imagen que tenía el perfil de Cloe en Instagram. En esos ojos de Cleopatra, en sus palabras amables y sus labios carnosos. En ese beso que me había dejado sin respiración. Intenté engañarme pensando que quizás el USB no era suyo.

Así que, una vez fuera del hospital, cogí el teléfono y la llamé al número de móvil que me había dado. <<El teléfono al que llama no existe>>, me indicó una voz metálica. Quise pensar que, tal vez, se había equivocado al darme su número, o yo al apuntarlo, así que traté de contactar con ella por Instagram. Y en cuando hice clic sobre la foto de ojos de Cleopatra se confirmaron mis sospechas. <<La cuenta de usuario no existe>>.


Me sentí como si me hubiera timado un fantasma. Estuve a punto de estampar el móvil contra el suelo, cuando un sonoro ¡DING! me disuadió. Desbloqueé la pantalla y vi que se trataba de un SMS. El mensaje procedía de un remitente desconocido y solo decía <<Lo siento, cariño, tal vez en la próxima vida>>.

Así que, sin lugar a dudas, era Cloe. Me había engañado. Y me había utilizado de la manera más ruin de todas. Pero ¿por qué? ¿Qué sacaba ella con todo esto? ¿Por qué me había destrozado así la vida?

Esa misma noche me hice una idea de lo que había pasado, ya que el ataque salió en las noticias. Un Ransomware había encriptado los datos del hospital, inutilizando Eliton, y haciendo imposible acceder a la información clínica de los pacientes. Ese tipo de ataque era como si los ladrones entraran en tu casa, metieran todas tus cosas de valor en una caja fuerte y la dejaran en medio del salón, diciéndote que, si querías la combinación para abrirla, les tenías que pagar TAL cantidad. Y una vez habían entrado, quién sabía si se habían limitado a encriptar los datos o también los habían copiado, transferido, modificado, etc. Así que consultas externas, laboratorio, exploraciones complementarias, farmacia… y hasta urgencias. TODO. Todo estaba colapsado. Más de diez mil visitas tendrían que ser reprogramadas, y se calculaba que el ataque afectaría a la actividad asistencial durante semanas.

Qué vergüenza. Pensar que yo había provocado todo eso me sentó tan mal que vomité la poca comida que había ingerido durante el día. No hablaron del objetivo del ataque, ni dieron detalles sobre cómo se había producido. Tampoco dijeron si los autores habían pedido un rescate, ni si amenazaban con revelar datos sensibles. Recibí un mensaje de mi jefe, diciéndome que me quedara en casa unos días. Tenían que decidir qué hacían conmigo.

Dos semanas después, cuando volví al hospital para recoger mis cosas, una técnica del SAU me resolvió la duda con la que me había obsesionado los últimos días. Necesitaba saber por qué había pasado todo eso. Al parecer, una sola historia clínica de un paciente puede llegar a valer 500$ en el mercado negro, y en el hospital teníamos más de un millón y medio, así que no hacía falta ser muy espabilado para saber que a alguien le había tocado la lotería por mi estupidez. La técnica trató de consolarme diciendo cosas como <<Es que hoy en día, con Instagram, se puede saber todo de la vida de cualquiera>>, <<Son expertos en hacerte confiar>> o <<Bueno, le pude pasar a cualquiera, nunca pensamos que será a nosotros hasta que pasa>>, pero ni ella misma se lo creía y no sonaba muy convincente. Su compasión me hizo sentir todavía peor.

Desconozco si el hospital pagó algún rescate, el caso es que la actividad se recuperó a los tres días del incidente. De hecho, cuando yo fui a firmar el finiquito, el ambiente era casi de normalidad, parecía que no había pasado nada. En la tele no volvieron a mencionar el ataque.

Después de lo ocurrido, empecé a fijarme más en las noticias y no paraban de producirse casos similares: en otros hospitales, tiendas online, plataformas de servicios varios, etc. hasta en las grandes tecnológicas.

Lo peor de todo, es que a veces se me escapaba una sonrisa triste cuando los veía. No podía evitar echar de menos esos ojos de Cleopatra. Ni el beso que me dejó sin respiración.


23 de diciembre de 2022

Del cocodrilo, esa ninfa y una pequeña sorpresa

Tres horas. Ese es el tiempo que se tarda en preparar un redondo de cocodrilo relleno de orugas. Lina no había dedicado tanto tiempo a una tarea manual desde hacía… ¿cuánto? Ni siquiera se acordaba de la última vez. Total, no tenía necesidad de hacerlo, bastaba con chascar los dedos, arrugar la nariz o concentrarse en algo para que las cosas sucedieran. Pero era el primer año que el aquelarre celebraría el solsticio de invierno en su casa, todo tenía que salir perfecto y “hacerse a la manera tradicional”, como le había recordado varias veces Minerva, su madre. Lina estaba nerviosa. Por fin le pasaban el relevo de hacer de anfitriona y quería estar a la altura de sus invitados, aunque entre ellos estuviera la odiosa de Zoe. La ninfa revoloteaba por todas partes como si fuera la matriarca del grupo. Lina no la soportaba y, en parte, se esforzaba tanto porque no pensaba darle la satisfacción de que la viera fracasar.

Así que sin pensárselo demasiado, se enfundó en las viejas botas de pescar de su abuela y se dirigió al pantano que le quedaba más cerca, en busca de un buen ejemplar con el que llenar el horno. El ambiente del lugar era asfixiante. Había tanta humedad que la ropa se le pegaba al cuerpo, y una nebulosa de diminutos mosquitos la estaba acribillando. Tanto la cara como ambas manos, que conformaban la única superficie de su cuerpo que quedaba al descubierto, pronto quedaron repletas de pequeñas ampollas enrojecidas que palpitaban al ritmo del latido de su corazón. Estaba segura de que tardaría semanas en quitarse el olor a lodo que se le estaba enredando en el pelo. Era genial, la preparación perfecta para la cena que le esperaba, y pensar en la cara de fastidio que pondría Zoe nada más verla, era la araña del pastel.

Lina se obligó a centrarse en su objetivo y enseguida lo localizó. El cocodrilo descansaba plácidamente en la orilla, como si ya hubiera aceptado su destino y la estuviera esperando. El reptil era un poco esmirriado, pero serviría. Estuvo cerca de matar al animal de un chasquido, hasta que recordó que debía hacerlo sin recurrir a sus poderes. Así que se acercó a su presa muy despacio, tratando de no producir ni el más mínimo ruido mientras avanzaba y sacaba el puñal de un bolsillo de su roído vestido. De repente, cogiendo todo el impulso que podían soportar sus delgadas piernas, saltó para situarse encima del cuello del reptil. Sin tiempo que perder, colocó una mano encima del morro del animal, presionándolo con todas sus fuerzas, mientras que con la otra le hundía el filo justo en medio de los ojos. Para su sorpresa, el cocodrilo ni se inmutó. La bruja tardó unos segundos en darse cuenta de que el animal ya estaba muerto antes de que ella lo encontrara. “Mejor”, pensó, “lo que se lo haya cargado le dará un sabor único al redondo”. Ensanchando todavía más la sonrisa que llevaba todo el día dominando su rostro, se colgó el cocodrilo al hombro y volvió a su cabaña.

Una vez allí empezó la operación “que rabie la ninfa”. Nadie había dicho que no pudiera hacer magia para adecentar la casa, así que puso la escoba a entrar polvo del camino, las arañas a tejer y al gato a rascar todos y cada uno de los muebles, sin excepción. Mientras sus improvisados lacayos estaban manos a la obra, Lina se encerró en la cocina para preparar el redondo. Siguiendo las indicaciones del libro de cocina que le había prestado su madre, peló el cocodrilo, lo deshuesó y le sacó toda la chicha, mientras el relleno que ya había marchado burbujeaba a fuego vivo. Medio quilo de orugas secas hidratadas en tinta de calamar, diez Amanitas phalloides, un par de ojos de sapo y un puñado de babosas. La cocina se estaba llenando de los aromas que desprendía la gran sartén. Y a Lina se le hacía la boca agua.

Estuvo toda la tarde cocinando, logrando excelentes resultados, hasta que, al ocaso, el gran redondo pasó a coronar la mesa que le invadía el salón. A modo de acompañamientos varios, también había preparado una bandeja de sesos de cordero “al natural”, una fuente de ancas de rana fritas y había repartido cuencos llenos de ojos de pez cada pocos comensales. Todo esto, unido a varias bandejitas de vol-au-vents rellenos de caracoles, babosas o lenguas de águila. Era un banquete digno del aquelarre, nadie podría ponerlo en duda, ni siquiera Zoe.


Con todos los preparativos listos, esperó impaciente a que llegaran los invitados. Todos fueron muy puntuales, no tardaron en llegar y acomodarse en su sitio, a excepción de la ninfa. Zoe fue la última, como siempre. Lina sabía que lo hacía adrede, para que todo el mundo se fijara en ella. Y vaya si se fijaron. ¡Iba acompañada por una humana! ¿Cómo se atrevía? De entre todos los seres de este y el otro mundo, había elegido al que tenía una alimentación completamente opuesta a la del aquelarre. De hecho, la cena que la bruja había preparado la mataría si llegaba siquiera a probarla. Y luego estaba tío Kulhu. Había empezado a salivar y boquear antes de que la chica cruzara el umbral de la puerta principal. ¡Era un zombi! ¿Quién trae una humana a una cena donde hay un zombi? Betunia, la prima vampiresa, o su pareja Nimahel, el medio hombre lobo, quizás podrían contenerse, pero Kulhu… nadie podría detenerle como se le antojara un cerebro crudo al punto de sal. Por el favor de Lilith…

—¡Hola! —Gritó Zoe nada más entrar al salón—. Esta es Sara, mi corazoncito.
“Corazoncito…”, pensó Lina, “corazoncito el que le va arrancar Betunia como elija mal sus primeras palabras”. La vampiresa ya había desplegado sus afilados colmillos y se había retirado de la mesa, haciendo chirriar las patas de la silla que ocupaba contra el suelo de la cabaña. De hecho, todos se habían puesto a la defensiva. Kulhu los miraba de uno en uno, esperando el leve gesto que le diera permiso para servirse del plato estrella de la noche. Una humana joven, tierna, resplandeciente, tan apetecible…
Lina debía admitir que estaba disfrutando de la tensión que se había generado. Era tan densa que le bastaría con chuparse los dedos para saborearla.
—Ho… Hola —balbuceó la humana—, espero no molestar…
—¡Tú no molestas! —gritó Zoe.
Tras ver que todos los invitados desviaban la mirada, la ninfa se dirigió directamente a Minerva.
—¿A qué no? —preguntó insistiendo para obtener una respuesta clara.
La matriarca carraspeó, para acto seguido sentenciar:
—No… Claro que no. En la noche del solsticio…
—¡Navidad! —la interrumpió Zoe.
—¿Cómo dices? —quiso saber Minerva levantando una ceja.
—Los humanos, estos días, celebran la Navidad —aclaró la ninfa orgullosa de tener un conocimiento que los demás ignoraban.
—Bueno, todavía faltan unos días para… —empezó a aclarar Sara en tono conciliador, pero ante la dura mirada que le echó Zoe, se calló al instante.
—Está bien… —aceptó Minerva—. Que no se diga que el aquelarre no es abierto y tolerante.
La matriarca cogió su copa, llena de sangre de murciélago, la alzó y propuso un brindis.
—En el solsticio de invierno nos debemos a la paz. La paz hace prosperar el aquelarre y lo mantiene cohesionado. Si la paz ha conseguido unir trece brujas, dos orcos, una vampiresa, un medio hombre lobo, una ninfa, dos trasgos y un zombi, seguro que la paz nos requiere que aceptemos, también, a la humana. Así que hoy celebraremos la Navidad. Y esta joven será nuestra invitada y mi protegida —declaró haciendo hincapié en la palabra “protegida” a modo de advertencia y para decepción de algunos.

Aunque a regañadientes, y cabe destacar que, entre los presentes, había mandíbulas realmente intimidantes, todos asintieron y se unieron al brindis. Al fin y al cabo aquella era una familia atípica. Un grupo que se había formado a base de acoger exiliados de otros clanes. Porque todo el mundo necesita un hogar. Y el hogar, el de verdad, se encuentra en aquellos que nos aceptan y nos quieren tal y como somos.
—¿Y qué va a comer? —preguntó Lina a modo de queja.
—Oh, eso tiene muy buena pinta —exclamó Sara refiriéndose al gigantesco redondo que había preparado su anfitriona.
—Querida, eso es carne de cocodrilo rellena de orugas y otras cosas que te matarían nada más tocar tu lengua. Créeme, no quieres probarlo —aclaró Minerva.
El rostro de Sara adquirió una tonalidad entre grisácea y verde. Ante su silencio, Minerva tomó nuevamente la palabra.
—Seguro que mi querida hija tiene a bien invocar algo apropiado para ti.
—¿Yo? ¡Ni hablar! —se quejó Lina—. Que le prepare algo Zoe…
—¡Lina! —exclamó su madre a modo de advertencia.
—Vale… ¿Qué tal una ensalada? —propuso la bruja.
—Perfecto —aceptó la Sara.
Lina lanzó un chasquido con los dedos de ambas manos, y un gran bol apareció delante de la joven.

Tras dar las gracias a Lilith por haberlos reunido ante semejantes viandas, el aquelarre se dispuso a devorarlas. No habían escogido la familia en la que habían nacido, la misma que los había rechazado y desterrado, lo que sí habían podido escoger, era compartir y formar parte del aquelarre. Una segunda familia por la que lo darían todo, y que se había convertido en algo más real y más cercano que los lazos de sangre de los que se habían visto expulsados. Un hogar que los recomponía, los consolaba y los aceptaba por, para y a pesar de todo. ¿Qué si no el amor podía unir a trece brujas, dos orcos, una vampiresa, un medio hombre lobo, una ninfa, dos trasgos, un zombi y, ahora, una humana?



1 de noviembre de 2022

Progreso 2022: Aniversario del blog

¡Hola!
Hacía mucho que no publicaba una entrada sobre mis progresos escritoriles, pero el aniversario del blog me ha brindado la excusa perfecta para hacerlo. El último artículo que publiqué sobre este tema fue a finales de 2020, y lo he tomado como punto de partida para trabajar esta actualización:

El blog
En la última entrada que escribí, llevábamos 19 relatos publicados en el blog, y hoy ya tenéis a vuestra disposición 40 entradas con contenido narrativo. Estos textos están organizados en 13 categorías, destacando las nuevas de "Ciencia ficción", "Denuncia" o "Discolora". Como otra novedad a comentar, también publiqué mi currículum de escritora en el artículo titulado "Sobre mí", para que me conozcáis un poco mejor.

Respecto a las cifras del bloc, Analytics me indica que hemos tenido un total de 834 usuarios (partíamos de 334), con más de 1500 sesiones y casi 2700 visualizaciones. Muchas gracias a tod@s por leerme, ver cómo el blog va creciendo me da ánimos para seguir esforzándome.

¡Y precisamente estamos de celebración, ya que el blog hoy cumple 3 años! Para celebrarlo voy a organizar un sorteo de uno o dos libros (dependiendo del poder de convocatoria que tenga). Estad atentos a mi cuenta de Twitter, ya que por ahí anunciaré todos los detalles.

Formación
Os conté que iba a empezar un curso de Narrativa en la escuela Caja de Letras, pues bien, hice este y otro de ciencia ficción. De momento no voy a hacer ninguno más, pero estoy viendo los vídeos del seminario anual sobre escritura creativa que imparte Brandon Sanderson en la Brigham Young University. Os dejo el enlace a la primera de las clases. Recientemente también me han recomendado una fuente de contenidos varios para aprendices de escritura como yo, cuando la haya explorado ya os contaré si me ha resultado útil.

Certámenes
Por fin se pudo celebrar la entrega de premios de la convocatoria de relatos sobre gente mayor y TIC en la que era finalista y, si bien mi relato no fue el ganador, sí que lo incluyeron en la publicación física de la antología. Me hizo mucha ilusión que me seleccionaran y ver mi relato editado. Os dejo el enlace por si os apetece leerlo: "Parpadeo en rojo".

Durante estos tres años he participado en un total de 10 convocatorias, estoy esperando el fallo de una de ellas y me han seleccionado en 3. Con uno de los certámenes en los que mi trabajo fue elegido, me llevé una gran decepción, ya que finalmente el proyecto se canceló, pero qué le vamos a hacer. Al menos me sirvió para escribir un relato largo que llevaba tiempo rondándome la cabeza. Al final decidí publicarlo en el blog, aquí tenéis el enlace, se titula "Discolora". Y también decidí colgarlo en Lektu, para aprender un poco cómo va la plataforma (aunque la portada me quedó bastante cutre, fue interesante hacerlo).

Para cerrar este apartado, solo comentar que ya no escribo la entrada mensual sobre certámenes de género, ya que quería centrarme en otros proyectos. Uno de estos proyectos todavía no se puede contar, pero espero conseguir sacarlo adelante y anunciar todos los detalles pronto 😉.


Cuenta de twitter
La cuenta @arirsoler tenía 242 seguidores la última vez que os di las cifras, ¡y ahora ya son 585! Mil gracias por seguirme, vuestro apoyo es fundamental y muy enriquecedor.

Novelas
Sobre este aspecto no tengo demasiadas novedades. No he avanzado con ninguna de las dos novelas, y empecé a planificar una tercera para un certamen que, finalmente, se canceló por el futuro cierre de la editorial promotora, así que la aparqué. Ahora mismo no me veo trabajando en un proyecto muy largo, por necesidad de dedicación y ganas, pero a ver si durante 2023 me vuelvo a animar y rehago la novela de fantasía 💪.

Colaboraciones
La primera colaboración a destacar fue con el talentoso doblador Sergio Martínez que, junto con Ariadna Santos, locutó mi relato "Nadia y Nero". El resultado obtenido no pudo ser mejor, os dejo el enlace al vídeo que publiqué en Youtube para que lo juzguéis por vosotros mismos.

Y la segunda es mucho más reciente: Desde hace unos meses, participo como redactora en el blog espiademonios.com. De momento he escrito dos artículos "Recetario culinario: ¿Qué comen nuestros héroes?" y "De monstruos, bestias y criaturas fantásticas", pero ya estoy trabajando en un tercero y también en un relato que, espero, os hará pasar un mal rato (en el buen sentido).

¡Y hasta aquí! No me enrollo más. Seguiré publicando relatos en el blog e intentando participar en el máximo número de convocatorias posible, que siempre se aprende mucho. 
Por último, os mando un abrazo y os doy las gracias por leerme.


5 de agosto de 2022

Del calor, una pala y esa orquídea

Isa ya ha vuelto a abrir. ¡Qué manía! Se nos va a llenar el piso de moscas, cada año igual. A la que pasamos de los veinte grados se sube el ventilador del trastero, se enfunda en unos shorts que le van dos tallas grandes, se hace una trenza horrible con su increíble melena y se pasa el día abriendo y cerrando las ventanas del piso. No es que se lo pueda reprochar, ¡está ardiendo! Cuando nos saludamos o, normalmente por error, rozo su piel, me sorprendo de lo elevada que es su temperatura corporal. ¡Quema!

Y supongo que por eso también atrae a todos los mosquitos de la ciudad. Apenas estamos a principios de julio y ya lleva las piernas completamente acribilladas a manchurrones rojos. Encima les tiene una especie de alergia, por lo que simples lunares rosados, se convierten en encarnizadas y palpitantes ampollas. ¡Y nunca la verás rascarse¡ Que autocontrol tiene, la tía… Conmigo no demuestra tanta paciencia, enseguida se enfada y empieza a gritarme. En fin.

Total, que me he comprado una de esas raquetas pensadas para matar todo bicho volador. Es como una pala de playa, pero tiene tres capas de alambres electrificados que se solapan para garantizar que ningún insecto escapa a sus descargas. ¡Y cómo petan! A la que atrapas uno se achicharra al instante. Se oyen tres chasquidos, adornados con impresionantes chispas azules, y no queda ni rastro del intruso. Ya verás la próxima vez que Isa se olvide de tirar la basura después de hacer paella. ¡Nuestra cocina va a arder más que las fallas de Valencia!

Pero claro, a Isa la raqueta no le gusta. De hecho, la desprecia. Cada vez que me deshago de una mosquita, se sobresalta por el ruido y me mira con desaprobación, para luego decirme que lo que estoy haciendo es cruel. ¿Cruel? ¿Yo? Si ella no se pasara el día abriendo todas las malditas ventanas del piso, yo no tendría que recurrir a estas artimañas para mantenernos libres de plagas. Además, ella es la primera que ve una araña y me pide que la mate. ¡Será hipócrita! Odia los bichos tanto como yo, ¡o incluso más!

Y dicho sea de paso, la mayoría de los insectos que nos invaden salen de sus plantas, aunque ella diga que no. Tiene el balcón lleno de una colorida red de flores pestilentes que atrae tanto a abejas como avispas, e incluso libélulas. Por no hablar de las orquídeas que tiene dentro de casa. El otro día compró una en un vivero de vete tú a saber dónde, y resulta que está llena de gusanos. ¡Arg! Solo de pensarlo me pica todo. Qué lástima que no pueda usar la pala para librarnos de ellos. Y, créeme, no será por qué no lo haya intentado…


De hecho, precisamente por eso hemos tenido la última bronca con Isa. Esta mañana estaba llevando a cabo mi ya habitual ritual de eliminación de cuerpos voladores indeseados, cuando, sin querer del todo, le he dado a una de las orquídeas. La amarilla infestada de gusanos, para ser más exactos. Y los filamentos que recorren la raqueta se han encendido como nunca, ¡cómo ha petado, la jodida! Si hasta ha desprendido un nuevo color, como de un tono marrón clarito, tirando a ocre. Será por todo los bichos que tiene la planta. Seguro que también está llena de lavas y huevos, ¡qué asco me da!

El incidente no me hubiera sabido tan mal, si no fuera porque justo Isa se estaba haciendo el café y me ha visto. Y joder, cómo se ha puesto. Que si lo he hecho adrede, que si no la apoyo en sus aficiones, que si siempre estamos igual, que si esto con Éloïse no pasaba… ¡Pues no sé! Quizás si SUS aficiones no nos llenaran el piso de bichos, me harían más ilusión. Y si tanto echa de menos a Éloïse, pues que se vuelva con ella para que le destroce de nuevo el corazón, ¡a mí qué me cuentas!

Total, que aquí estoy. Durmiendo en el sofá por deferencia a mi hermana que no se lo merece. No ha sido capaz de agradecerme la hospitalidad con la que la recibí ni una sola vez. ¡En tres años! Te juro que cada vez me cuesta más soportarla. Con lo mona que era de pequeña y lo neurótica que se ha vuelto. Cada día se parece más a mamá. Y para aclararlo diré, que eso no es un cumplido. Nada más lejos de la realidad…

De repente noto un tirón en la pierna que sacude todo mi cuerpo, interrumpiendo la retahíla de reproches con la que me estaba imaginando sermonear a Isa. Algo me está agarrando del tobillo izquierdo. Me revuelvo con todas mis fuerzas, golpeando con el pie libre, la especie de cuerda que me agarra el otro. A pesar de que me cuesta un horror, logro liberarme y recojo ambas piernas rodeándolas con los brazos, y apretándolas contra el pecho. Miro a mi alrededor sin identificar qué es lo que me ha atacado. Parece que la oscuridad se ha vuelto más densa, ni siquiera logro distinguir la silueta de la puerta que da al pasillo. Soy consciente de que solo unos pasos me separan del rellano, pero no soy capaz de moverme. Controlando el temblor al que se han abandonado mis mandíbulas, logro articular una orden:
—A… A… ¡Alexa! ¡Enciende comedor!

Sin esperar a que el asistente interprete correctamente el comando, lo repito tres veces aunque me falte el aliento. Enseguida noto un pinchazo en mis pulmones a modo de queja, mi pecho se contrae en una presión asfixiante. Cuando por fin se hace la luz, veo lo que me había apresado. De hecho, a juzgar por su postura y sus movimientos, lo que está intentando es comerme. Mi corazón intenta huir despavorido de la escena, haciendo que mi pecho suba y baje a un ritmo frenético. Demasiado rápido, demasiado intenso. Creo que voy a desmayarme.

Haciendo un esfuerzo para no cerrar los ojos, me permito contemplarla. Una filigrana de tallos verdes y gruesos que se alza tres cabezas por encima de mí. Cada tallo está coronado por decenas de grandes flores amarillas. Y, para mi desgracia, todas esas flores están equipadas por una buena ristra de colmillos afilados, así como una melena de gusanos. Para resumir, la orquídea amarilla se ha hecho gorgona, con decenas de bocas y garras horribles que amenazan con desgarrarme la carne. Cada hoja se ha transformado en una especie de mano que podría degollarme con solo centrar el tiro.

La mutante se abalanza sobre mí con una fuerza descomunal. Noto su ansia, su hambre en cada impacto y en cada corte que me hacen sus lacerantes protuberancias. Me inmoviliza. Siento un arrepentimiento tan profundo que me atraviesa la espalda. Quisiera pedirle perdón por haberla menospreciado, por haberla electrocutado. Hasta que entiendo que ni siquiera está enfadada conmigo por eso. Todo esto va mucho más allá y, a la vez, es mucho más primitivo. Está ambienta. La orquídea amarilla, con su corona de gusanos, sus pétalos convertidos en bocas y sus hojas hechas garras, solo quiere comerme. Le da igual quién sea, quién haya sido o lo que le haya hecho. Y nada va a hacer que se detenga.

Justo cuando mis extremidades empiezan a desaparecer entre las fauces de semejante engendro, no puedo evitar reprocharme que yo lo haya creado. La pala lo ha despertado. ¡Está vivo¡ Y cuando acabe conmigo, irá a por Isa. A no ser… a no ser que ELLA sea más fuerte y lo detenga. Me aferro a la poca vida que me queda para ocuparme, una vez más, de mi hermana pequeña. Sé que solo hay alguien que puede ayudarla.
—Lo siento, Éloïse, hermana. —mascullo entre el gorgoteo de sangre que inunda mi garganta—. ¡Alexa! ¡Llama a Bruja!

Una voz lejana sale del altavoz del asistente. Intento contestarle, pero ya no me salen las palabras. Sin fuerzas para seguir, me abandono a la oscuridad que, dada la alternativa, ahora ya no me parece tan aterradora. No quiero seguir viendo cómo mi creación me engulle. En el último instante, el único consuelo que me queda es pensar que Éloïse estará de camino. Sé que ella lo resolverá todo. De un modo u otro, siempre lo hace.


4 de junio de 2022

Discolora - final

>> Este relato está disponible en Lektu, bajo pago social. A continuación encontrarás la última parte. En los siguientes enlaces también tienes los dos primeros capítulos "Pròlogo y Asignación", el tercero "Temor", así como el cuarto y el quinto "Quebranto y Descubrir".
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Inmensidad

Caminaron en silencio hasta el único lugar de Pigmea en el que serían capaces de mantener la conversación que necesitaban. Para el alivio de ambas, la playa estaba desierta. Se sentaron a una distancia prudencial de la orilla, lo bastante cerca para ver cómo las olas se deshacían en la arena, sin que hubiera riesgo de mojarse. Lera no sabía muy bien cómo enfocar lo que quería decir, aun así, se decidió a intentarlo. Carraspeó y se giró hacia Hiela para quedar frente a ella. La joven la imitó, aunque manteniendo la cabeza gacha.
—Esto ha llegado demasiado lejos... —empezó Lera.
Hiela pasó a mirarla fijamente, reprochándole sin necesidad de hablar, lo que acababa de decir.
—No me mires así, tienes que hacer un esfuerzo por comprenderlo.
—No, mamá, ¡tú tienes que hacer un esfuerzo por comprenderme! —la corrigió Hiela.
—Esto no es fácil —continuó Lera.
—¿Y me lo dices a mí? ¡Pues claro que no es fácil! En el centro todas me miran y cuchichean a mi paso, y no solo las otras adeptas, también las maestras. Lo mínimo que esperaba, era un poco de comprensión por parte de las personas que se supone que me quieren. Al menos de TI.
Hiela estaba haciendo un terrible esfuerzo por retener las lágrimas que le estaban empezando a inundar los ojos.
—¿Y no sería mejor intentar seguir el itinerario del agua y ya está? —propuso Lera en tono abatido.
—¿A ti te gustaría que te obligaran a seguir el camino del fuego?
—No es lo mismo. Yo soy agua, ¡y tú también!
—¿Por tener el pelo y los ojos azules? ¡Venga ya! —protestó Hiela— Los designios de la Diosa, y las conexiones místicas que tenemos con los elementos, son mucho más que una simple cuestión de pigmentación. No es un tema físico, están en nuestra esencia.

Mientras la parte de Lera que necesitaba hacer las paces con su hija la invitaba a reflexionar y a considerar como una revelación lo que la joven le estaba contando, la otra no dejaba de chillarle que aquello era herejía. Le hubiera gustado hacer callar a ambas para escuchar, sin prejuicios, todo lo que Hiela tenía que decir.
—Si me tiño el pelo y me pongo lentillas de color, ¿ya puedo seguir el elemento que quiera? —expuso Hiela.
—No, esto no funciona así —sentenció Lera.
—Exacto. Y si la Diosa Gamma estuviera en contra de que yo fuera una adepta de la tierra, ¿crees que me habría creado así?
—Todo esto es muy confuso, Hiela. Lo único que sé, es que te quiero, y que no puedo verte sufrir de esta manera.
—Mamá…
—Es verdad —reafirmó Lera, rompiendo a llorar.

Hiela descruzó las piernas y se abalanzó contra su madre en un cariñoso abrazo, que ella le devolvió rodeándola con fuerza. Permanecieron un buen rato abrazadas, sollozando; hasta que descargaron la tensión que habían estado acumulando en los últimos días.
—Oye, ¿y has pensado en cambiarte el nombre? Podríamos llamarte “Tierri”.
—¡No! ¡Qué horror! ¡Eso es nombre de mascota!
Madre e hija estallaron en una sonora carcajada que, por necesidad, se prolongó bastante más de lo que hubiera estado justificado. Cuando terminó, a ambas les dolía el abdomen de tanto reír.
—¡Aaayyy! —suspiró Lera estabilizando su respiración— Lo que no sé es cómo vamos a contárselo a tu abuela.
—Mamá, la abuela ya lo sabe. Creo que lo supo incluso antes que yo.
—¿Qué quieres decir? —se extrañó Lera.
—Pues que ella fue la que me habló de las Discoloras.
—Así que “una chica mayor del itinerario del aire”…
—No sé, me asusté —se excusó Hiela encogiéndose de hombros.
—Está bien, está bien. —aceptó Lera, tras lo cual le dio a su hija un sonoro beso en la frente.

Estuvieron un buen rato sin decir nada, disfrutando de la paz que les proporcionaba centrarse en el sonido de las olas del mar arremetiendo contra la orilla. Al fin Hiela rompió el silencio, cediendo ante una idea que la había estado rondando desde que habían llegado a la playa.
—Vamos, mamá —le propuso con entusiasmo.
Sin esperar a que le respondieran, Hiela se levantó. Con movimientos rápidos, se quitó los zapatos, los tiró a un lado y avanzó decidida hacia la orilla. A pesar de que Lera no estaba muy convencida de que fuera una buena idea, los días todavía no eran especialmente calurosos, la imitó y se situó a su lado. No tardó en sentir cómo el agua le fluía entre los dedos de los pies. Estaba helada. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo.
—Diosa, ¡nos vamos a congelar! —exclamó con la voz entrecortada.
Hiela se agachó un poco y extendió un brazo. Antes de proseguir, miró a su madre para acabar de despejar sus dudas, tras lo cual pasó la mano por encima de los pies de ambas, sin llegar a tocar la superficie del mar. Lera enseguida notó cómo se aliviaban las mil agujas que le habían estado atacando los pies. La temperatura del agua estaba subiendo.
—¡Hiela! ¿Tú sabes lo que esto significa? —exclamó Lera con emoción.
—Sí, pero de momento no quiero que nadie más se entere. No me siento cómoda conectando con el agua —respondió la joven con serenidad—, y no me apetece llamar todavía más la atención.
Se notaba que Hiela había pensado mucho en ello. A Lera le hubiera gustado explicárselo a todo el mundo, asegurarse de que todas se enteraban de lo que era capaz de hacer su hija, y en especial, que lo supiera Pikka. A pesar de eso, sabía que debía respetar los deseos de Hiela, ya habría tiempo de poner a prueba su poder.
—De acuerdo —aceptó Lera al fin—, lo que tú necesites.
—Gracias —susurró Hiela esbozando una tímida sonrisa y ladeando la cabeza hasta apoyarse en el hombro de su madre.
—¿Y con el fuego y el aire has probado? —quiso saber Lera.
—¡Mamá!
—Vale, vale. A tu ritmo…

Se quedaron a admirar la puesta de sol; sin preocuparse por el viento que les removía el pelo, con los pies enterrados en la arena y la mirada puesta en la gran extensión de agua que se abría ante ellas. Qué importaba el elemento al cual consagraran sus vidas, todos eran, en su conjunto, la materia prima de la vida.




Ajenos a los sucesos que se precipitaban por el vértice del presente, los elementos fluían sin preocuparse por las cuestiones banales que solían obsesionar a los humanos. El agua se desbordaba, el aire expandía, el fuego purgaba y la tierra se obsesionaba en retenerlo todo. Si a alguien no le parecía bien semejante indiferencia, siempre podía quejarse a la Diosa Gamma, aunque esta le haría todavía menos caso que los elementos. En cuanto creaba un nuevo ser, la Diosa enseguida perdía el interés, dejándolo a su libre albedrío. Lo divertido era diseñarlos, todo lo que viniera después, ni le incumbía ni le importaba.


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Agradecimientos

A Luca, por abrir mi mente y hacer que quisiera aprender. Te mando un achuchón.
A Marc, por apoyarme y soportar mis intempestivas sesiones de juntaletras. Te amo.
A mi madre, por ser la más dispuesta e entusiasta de mis lectoras cero. Te quiero.
A Nuri, porque sé que me habrías animado a presentarme a esta convocatoria. Me encantaría que hubieras podido leer este relato. Te echo de menos.
A Mario, por tener siempre palabras de ánimo y por su sinceridad como lector cero.
A Esther, por su asesoramiento y estar siempre dispuesta a ayudar.