Desde bien pequeña, Luna solía pasar los fines de semana en casa de sus abuelas. Le encantaba. Su abuela ya hacía años que se había jubilado pero aún aceptaba algún que otro encargo. Era costurera, y de las buenas, de esas que aún bordaban y hacían los remaches a mano. Luna se había pasado su infancia viéndola coser, jugando con los trozos de hilo que siempre había esparcidos por el suelo, y haciendo vestidos para sus muñecas con los retales que le guardaba. Más de una vez se había llevado una buena bronca por cortar un trozo de tela que no debía, o por usar hilo del bueno en lugar del desechado. Rosa le había enseñado como se enhebraba una aguja cuando ella apenas tenía cinco años. A los seis ya era capaz de hacer camisetas y pantalones para sus muñecas, y a los siete se arreglaba su propia ropa.
Rosa vivía con su madre Pilar. Ella había estado sirviendo en la cocina de una casa bien durante años, así que cocinaba de maravilla. Cuando Luna no estaba cosiendo o leyendo, ayudaba a su bisabuela a hacer caldos, guisos, asados… Ella se encargaba de las tareas sencillas que Pilar le mandaba con la seriedad de una chef profesional, encantada de aprender ese oficio que encontraba fascinante, casi místico. Pero su momento favorito llegaba cuando se tenía que dejar cocer la comida y pasaban al pequeño comedor, donde se sentaban a mirar la televisión. Eso siempre acababa igual: Luna hacía alguna pregunta o sacaba algún tema concreto intencionadamente para que Pilar le contara alguna de sus historias. Sabía tantas… Era una fuente inagotable de cuentos, refranes, canciones… Y Luna nunca se cansaba de escucharla, aunque ya tuviera catorce años y fuera raro verla jugar con sus muñecas.
Una tarde, mientras estaban viendo una película de vampiros, Luna le preguntó a su bisabuela si era verdad que aquellas criaturas se alimentaban de sangre humana.
–Bueno… Ahora ya no es muy habitual… Pero alguno quedará que sí lo hace –le respondió ella pausadamente.
–¿Y antes?
Luna dejó el teléfono móvil a un lado, cruzó sus piernas encima del sofá y abrazó el pequeño cojín azul que instantes antes reposaba a su derecha. Sabía que de la vaga respuesta que le había dado su bisabuela acabaría saliendo una buena historia y estaba impaciente por escucharla.
–Antes sí. Todo el tiempo.
–¿¡Por qué!? –exclamó la joven emocionada.
Disfrutando de la curiosidad que había despertado en su bisnieta, Pilar se levantó para hacer un rápido viaje a la cocina, donde un caldo de verduras burbujeaba dentro de una olla enorme que hacía rato que había empezado a humear. Una vez allí, removió la sopa rápidamente y regresó en menos de dos minutos con un vaso de agua medio lleno. Mientras la esperaba, Luna había bajado al mínimo el volumen del televisor, ya que la película había perdido todo interés para ella.
–Verás –empezó la anciana sentándose lentamente en su butacón– esa es una historia para la que tendremos que retroceder miles de años. De hecho, tendremos que remontarnos al momento primigenio de la misma creación de este mundo. ¿Estás preparada?
–¡Sí! –afirmó Luna entusiasmada.
–En esos tiempos las criaturas que poblaban la Tierra se dividieron en dos grupos incompatibles entre sí: los noctus y los lúminos.
–No se esforzaron mucho con los nombres…
–No me interrumpas.
–Perdona…
–Por noctus me refiero a los seres a los que los humanos llaman sobrenaturales: brujos, hechiceros, hadas, gnomos… pero excluyendo a trasgos, orcos, taurens, centauros y demás criaturas con sangre de bestia. Nunca he entendido por qué se hizo esa distinción pero así era.
–¿Y hombres lobo?
–Ya sabes que eso vino más tarde.
–Vale…
–Los noctus estaban condenados a vagar por la oscuridad, ya que la cercanía de un ínfimo rayo de sol los hacía arder. Debían, pues, esconderse de día.
–¿Por qué?
–La naturaleza se esfuerza tozudamente por mantener el equilibrio, pero a veces no se da cuenta de que es totalmente arbitraria. A ellos les había dado grandes dones, así que para compensarlo, les dio la noche. Y aunque quería ser justa, en esa primera decisión ya los menospreció.
–¿Por qué no podían vivir todos juntos de día y de noche?
–Esa es la clave de todo. La naturaleza creó a sus hijos prejuzgándolos. Los creía malvados, capaces de someter a sus hermanos más débiles, así que los separó dejando el sol y la luna como eternos guardianes.
–Pero tenía razón…
–¿Tenía razón? ¿O fue precisamente su miedo el que moldeó su creación? ¿Acaso no son malvados también los humanos?
–Habrá de todo.
–Exacto, depende de cada individuo…pero no me interrumpas que pierdo el hilo.
–Vale…
–La cuestión es que no solo se impuso una limitación a los noctus, los lúminos tenían prohibido pasearse bajo la luz de la luna, y si alguno osaba hacerlo, quedaba completa e irreversiblemente petrificado. La historia nos dice que por aquellos tiempos había la misma cantidad de horas de día que de noche, y que en el mundo reinaba un perfecto equilibrio. Todos estaban contentos. De la gloria de esos tiempos tan exquisitamente repartidos se ha hablado largo y tendido a lo largo de los siglos. Pero dependiendo de qué raza cuente la historia te dirá una u otra cosa. En la versión que a mí me contó mi abuela, se decía que los noctus estaban conformes con vivir de noche. Al fin y al cabo, no puedes echar de menos algo que no has tenido. Pero a los humanos les resulta imposible conformarse, son tercos y ambiciosos, de manera que no descansaron hasta romper su maldición nocturna.
–¿Cómo lo hicieron?
–Nadie lo sabe con certeza. Hay quién dice que hicieron un pacto con La Madre; otros que por aquél entonces tenían algún poder que sacrificaron.
–¿Y tú qué crees?
–Yo creo que detrás debe de haber una historia de amor. Siempre la hay.
–¿Un romance?
–El amor tiene muchas formas, Luna. Amor por uno mismo, por la idea de ser, por el poder y la grandeza, por el prójimo… el amor es voluntad.
–Cuando te pones así no te entiendo…
–¡Ja! Algún día me entenderás.
–Si tú lo dices…
–Volviendo a la historia… Cuando los humanos se libraron de su limitación, también quebrantaron la harmonía del mundo. Los días empezaron a alargarse. Cuanto más terreno ganaba la luz a la oscuridad, más crecía el odio y el resentimiento de los noctus, hacia todos los lúminos, pero especialmente, hacia los humanos. Pronto los culparon de su decadencia. Los hicieron responsables de la escasez de comida, del declive de la natalidad, de ver cómo su magia se disipaba... Si eran o no culpables solo La Madre puede juzgarlo, pero el caso es que los noctus se rebelaron contra ellos. Profanaron su mundo y vertieron su sangre. Pero algunos fueron mucho más allá. Empezaron a alimentarse de ellos, pasando por encima de lo más sagrado. Y así se creó una nueva raza que antes no existía: la de los vampiros. Hadas, brujos, gnomos, elfos... Bebieron la sangre de sus hermanos más débiles. Eso los cambió, los hizo mucho más fuertes, rápidos e inteligentes, prácticamente invencibles, pero también les llevó a un punto de no retorno. Esa fue la era de los chupasangre: todos los temían, se habían impuesto sobre las otras razas, ya fueran de día o de noche. Pero no duró mucho. Es lo que tiene masacrar lo único de lo que has pasado a alimentarte. Los humanos casi se extinguieron, pero llegó un punto en el que se aliaron con los demás lúminos y renacieron cual ave fénix. Hasta algunos noctus se les unieron, decididos a acabar con la tiranía ya en decadencia de los vampiros. Después de eso vino la era de las hadas, luego la de los orcos, después la de los brujos… La balanza se ha inclinado en un bando y en otro tantas veces que nadie vivo es capaz de recordarlas todas. Hicieron falta siglos de guerras, con sus pactos, traiciones y concesiones, pero lo que realmente hizo posible La tregua de la que gozamos hoy día fue un… Incentivo. Tan simple como anhelado por los noctus: volver a ver la luz del sol. Hace años los humanos encontraron, con su ciencia, la manera de romper también la maldición de día de los noctus. Y la convivencia empezó a ser posible. Hasta los vampiros dejaron de beber sangre humana a modo de agradecimiento.
–Eso está bien.
–Se dice –continuó la anciana– que esa guerra ancestral aún no ha terminado, y que lo peor está por llegar. Por eso hay días que duran más que otros. Y por eso a veces llueve, luce un sol radiante o nos levantamos con el cielo encapotado. Es la balanza que se inclina peligrosamente…
–Eso es absurdo. La ciencia ha explicado todo eso.
–¿A si? ¿Qué ciencia?
–La humana.
–Ya… La humana. Siempre todo es por y para ellos.
–¡No le metas esas ideas en la cabeza! –exclamó de repente Rosa apareciendo por una de las puertas del comedor. De tres grandes zancadas se situó entre Luna y Pilar, mirando a su madre con cara de desaprobación.
–Solo son historias…
–Ya, pero luego se lo cuenta a nuestra querida Nina y ella se pone hecha un basilisco.
–No se lo contaré –prometió la joven en tono suplicante.
–En fin… –concluyó Rosa –¿Cómo va la sopa?
–No le queda mucho.
–Bien voy a ducharme. Mamá, ya basta de historias por hoy.
–Está bien… –mustió Pilar.
Aunque tan pronto como Rosa se perdió de vista por el pasillo, la anciana le guiñó un ojo a Luna descaradamente. Eso significaba que aún le contaría alguna historia más antes de ir a dormir.
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