Faltaban cinco minutos para que el gran reloj de la pared marcara las tres de la tarde, y un agudo timbre anunciara el comienzo del fin de semana. Luna hacía un buen rato que no escuchaba a la profesora, concentrada como estaba en el hambre que tenía. Imaginó la comida que ya debía de estar preparando su bisabuela Pilar, y su estómago rugió a modo de queja. Hacía días que no veía a sus abuelas. El fin de semana anterior no se había podido quedar con ellas y tenía muchas ganas de verlas. Al fin el timbre sonó, y toda la clase recogió sus cosas a velocidad de vértigo, sin esperar a que la profesora les diera permiso para marcharse. A las tres y cinco el patio de aquella pequeña escuela ya estaba abarrotado de alumnos que lo cruzaban apresuradamente mientras se contaban a gritos lo que harían el fin de semana.
El autobús no tardó mucho en llegar, y aunque estaba abarrotado, Luna decidió subirse igualmente para llegar pronto a su destino. Solo tenía que aguantar cinco paradas, pero harta de que codos y pies invadieran su espacio personal, se bajó una parada antes de lo que le tocaba, y empezó a andar con pesadez, arrastrando los pies. Cuando al cabo de poco divisó por fin la casita blanca en la que vivían Rosa y Pilar aligeró el paso, y en menos de cuatro minutos ya estaba delante de la verja. Llamó tres veces al timbre con urgencia, como siempre hacía, y la puerta no tardó en abrirse.
–¡Sabía que eras tú! –exclamó Rosa a modo de saludo, esforzándose por adoptar una expresión seria.
–¡Hola abuela!
–¡No hace falta que le des tanto! Estamos viejas, pero aún no estamos sordas.
Una gran sonrisa iluminó el rostro de la anciana mientras su nieta la abrazaba con fuerza. Cuando se separaron Luna se adentró a toda prisa por el pasillo al que daban todas las habitaciones del piso inferior, hasta llegar a la cocina.
–¡Macarrones! –exclamó reconociendo el inconfundible aroma mucho antes de ver la gran cazuela que Pilar removía.
–Sí –reconoció la bisabuela riendo.
–Mmmmmmmmmmmmm...
–Toma, prueba si está bien de sal –le pidió acercándole una cucharita con un poco de sofrito.
–Perfecto, ¡qué rico está!
Pilar ensanchó aún más su sonrisa, visiblemente contenta. Luna sabía que su bisabuela le pedía que probara las cosas porqué le encantaba que le dijeran lo buenas que estaban, y como siempre era verdad, ella la contentaba diciéndoselo.
La pasta no tardó en estar lista y pronto se sentaron a la mesa del comedor para devorarla, junto con Rosa. Los macarrones de la abuela Pilar eran su plato estrella y el favorito de Luna. Con ellos Rosa podía reunir a toda la familia con solo un par de llamadas, bastaba con decir que harían macarrones para que tíos y primos aparecieran por arte de magia, aunque los hubiera avisado con poca antelación.
Después de comer, recogieron la mesa entre las tres y Rosa regresó al pequeño taller que había en el patio interior, tenía un encargo importante que debía acabar antes del domingo. Luna se quitó los zapatos y se sentó en el sofá del comedor con las piernas cruzadas, mientras Pilar se dejaba caer en su butacón.
–¿Quieres ver algo? –le preguntó la anciana, soñolienta, haciendo un gesto con la barbilla hacia el televisor.
–No dan nada…
–¿Entonces?
–Cuéntame una historia.
–¡Oh! ¿Y cuál quieres que te cuente?
–La de la dama de la Luna.
–Te la he contado mil veces…
–¡Me gusta mucho!
–Siempre me pides que te la cuente cuando ha habido Luna llena.
–Venga…
–Está bien…
Luna cogió el pequeño cojín azul que tenía a un lado y se acomodó abrazándolo, preparada para escuchar a su bisabuela.
–A ver… ¿Por dónde empiezo?
–¡La concepción de la dama!
–Quizás deberías contarme la historia tú a mí…
–No, no…
–Bien. Hace muchos, muchos años, cuando los hombres todavía no caminaban erguidos ni habían descubierto el fuego; cuando a los dioses aún les gustaba venir a pasear por este mundo; cuando a los peces no les daba miedo salir del agua ni a los gatos meterse en ella…
–A la gata de mi amiga Paula le gusta el agua.
–No, le gusta el movimiento del agua, como a todos, tiene un poder ancestral que logra hipnotizar a quien lo mira…
–Ella dice que la baña y que a la gata le gusta.
–Si ella lo dice… pero no me interrumpas.
–Vaaaaleeee…
–La cuestión es que en esos tiempos sucedió algo que nadie podría explicarse: Nakture, diosa de la naturaleza y madre de toda forma de vida y Llarak, señor del inframundo, se enamoraron.
–¿Llarak era un dios?
–Ya sabes que lo es. Aunque un dios incomprendido, repudiado por sus iguales y exiliado a lo más bajo y profundo de este mundo.
–¡Qué injusto!
–Bueno, debemos suponer que sus razones habría… Pero el destino quiso que Nakture y Llarak se encontraran, unidos sin duda por el hecho de ser uno antagonista del otro. Como la cara y la cruz que son en definitiva dos partes de una misma moneda. Nakture acabó con la soledad que consumía a Llarak y éste hizo que ella se sintiera realmente viva. Así que cada vez pasaban más tiempo juntos, de la única manera que podían estarlo: haciéndose mortales en nuestro mundo. De aquellos encuentros nació una preciosa niña.
–¡Luna!
–Sí. Una pequeña de tez blanca como su padre, y ojos rojizos, del mismo color que el pelo, igual que su madre.
–¿Y vivían los tres en la Tierra?
–Bueno, Llarak visitaba frecuentemente su reino, donde había dejado a una especie de encargado, pero sí, procuraron estar con Luna durante toda su infancia.
–Como mortales.
–La única forma en la que un dios puede visitar este mundo.
–¿Y qué pasó luego?
–La niña un día sangró, haciéndose mujer.
Pilar fingió no darse cuenta de lo rojas que se habían puesto las mejillas de su bisnieta ante esa afirmación, y en lugar de preguntarle algo que ya sabía, decidió proseguir con la historia.
–Como Luna ya era adulta, sus padres se la llevaron al plano de existencia divina.
–¿Al cielo?
–Bueno, tiene muchos nombres. Es un lugar que no es lugar, donde los dioses pueden fluir y ser, sin ser, en toda su esencia.
–No lo entiendo…
–Imagina que te meten en una caja donde no cabes de pie, ni siquiera sentada, sino que tienes que plegarte y retorcerte incómodamente.
–Vale.
–Eso es lo que les pasa a los dioses cuando vienen a este mundo y se hacen mortales. Ahora imagina que sales de la caja y tienes todo el espacio que necesitas para moverte.
–Como es.
–Así es el plano divino para ellos. Solo que su esencia es tan grande que lo abarca todo.
–¿Y a Luna le gustaba ese plano?
–No. No estaba acostumbrada a ese tipo de… existencia. Así que un día, logró convencer a un brujo para que le abriera una puerta de vuelta.
–¡La Luna!
–Sí. Y solo podía cruzarla cuando la puerta estaba completamente abierta.
–Luna llena.
–Exacto. De manera que empezó a escaparse a nuestro mundo. Necesitaba sentir la seguridad de estar en su cuerpo mortal, con las emociones, percepciones y sensaciones que ello conlleva. Para ella la caja era cómoda, era su hogar, como nos sucede a los mortales.
–¿Y qué pasó?
–Que no puedes esconderle nada a un dios, eso pasó. Sus padres se enteraron de las incursiones de la pequeña.
–¿Se enfadaron?
–Más bien se preocuparon. Intentaron prohibirle que volviera a este mundo y la amenazaron con destruir la puerta. Temían que algo pudiera herirla mientras era mortal. A Llarak le aterraba la idea de encontrarla un día llamando a la puerta de su reino. Pero ella no obedeció y siguió con sus escapadas.
–¿Por qué no siguieron viviendo todos en nuestro mundo como cuando Luna era pequeña?
–Dime, ¿Qué pasaría si no se creara ni se destruyera más vida?
–Que todo se paralizaría.
–Nosotros tendríamos la inmortalidad, pero nadie nacería, nada se regeneraría, nada avanzaría… Ni Llarak ni Nakture podían permitírselo. ¿Además, quién renunciaría a ser un dios?
–Luna podría haberlo hecho.
–No. No estaba cómoda en el plano divino pero tampoco lo acababa de estar aquí. Era mitad mortal y mitad diosa… una combinación difícil de sobrellevar.
–¿Y entonces qué?
–Llarak y Nakture entendieron que Luna necesitaba regresar periódicamente a nuestro mundo.
–Así que al fin le dejaron usar la puerta.
–Con una condición.
–Que no fuera sola.
–Y juntos crearon los siervos de la Luna, para proteger a su dama.
–Los lobos…
–Los lobos. Encargados de velar por el equilibro entre la vida y la muerte.
Un silencio denso se impuso en el pequeño comedor. Luna había oído aquella historia muchas veces, y le gustaba, pero siempre la entristecía escuchar el final. Era una historia bonita, que daba un objetivo digno a las transformaciones que muchos sufrían cada mes. Pero ella sabía que lo que les sucedía no era un honor, ni siquiera algo que habían elegido ellos mismos acertadamente o no; era una maldición, se contara como se contara.
–¿El finde pasado fuisteis al bosque? –se decidió al fin a preguntar la joven.
–Sí.
–¿Y visteis a la dama?
–No. Hace muchos años que nadie la ve.
–¿Y cómo sabes que aún está viva?
–Por qué aún hay Luna llena, y lobos para cuidar de ella.
–¿Crees que algún día podrá protegerse sola?
–Quién sabe…
–Te quiero abuela.
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