Era un sábado como otro cualquiera. Luna había tenido partido de voleibol aquella mañana y había llegado a casa de sus abuelas congelada, ya que aunque estuvieran a medianos de enero, siempre jugaban en campos exteriores. La joven formaba parte del equipo del colegio con el que entrenaba dos veces por semana, mientras que los partidos de la liga comarcal se realizaban en sábado o domingo, sobre las ocho de la mañana. Su madre, Nina, le había preguntado en más de una ocasión si no preferiría aprovechar el fin de semana para descansar, pero a Luna le gustaba mucho el voleibol y no le molestaba tener que madrugar.
Cuando llegó a casa de sus abuelas después del partido estaba tiritando. Hacía rato que había dejado de sudar y tanto las manos como los pies le dolían de lo fríos que los tenía. Dándose cuenta, Pilar le ordenó que fuera directamente a darse una ducha caliente y ella obedeció sin rechistar. Así que se perdió por las escaleras que daban al piso superior y después de coger una muda limpia, entró en el pequeño y único baño de la casa. Estuvo un buen rato debajo de la ducha, dejando que el agua humeante hiciera desaparecer las mil agujas que había sentido al principio por todo el cuerpo. Cuando terminó se secó con la toalla que le habían dejado sus abuelas. La tela era un poco áspera, de manera que le rascaba ligeramente la piel mientras absorbía las diminutas gotas de agua que la recubrían. A ella le encantaba esa sensación, de hecho, le parecía que si una toalla no raspaba un poco, no cumplía bien su función.
Habiéndose vestido, peinado y echado un poco de la colonia con aroma a manzana que usaba su abuela Rosa, volvió al piso inferior y se adentró en el comedor. Pilar ya la estaba esperando con una infusión recién hecha que ella agradeció. Cogiendo la taza con cuidado para no quemarse, se sentó en el sofá para dar cuenta de la bebida a pequeños sorbos.
El resto de la mañana lo pasaron viendo la televisión y preparando un estofado de ternera con verduras para el mediodía. Rosa había salido a comprar lana para la temporada de invierno y cuando regresó comieron las tres juntas, tras lo cual se sentaron en el pequeño comedor para descansar un rato.
–¿Cómo ha ido el partido? –se interesó Rosa.
–Mal… hemos perdido… –respondió Luna visiblemente fastidiada.
–Bueno, ya ganaréis –quiso animarla Pilar.
–Si tú lo dices… –bufó la joven.
–Te he traído algo –anunció Rosa guiñándole un ojo.
–¿Para mí?
A modo de respuesta, Rosa alcanzó una de las bolsas con las que había llegado y se la pasó a Luna sin desvelar su contenido. La joven miró qué había en el interior y encontró un ovillo de lana naranja y otro amarillo, atravesados por dos grandes agujas de tejer.
–¡Qué bien! –exclamó Luna alegremente.
–Dijiste que querías hacer una bufanda, ¿no?
–¡Sí!
–¿Te gustan estos colores?
–Mucho. Le quedarán bien a Paula.
–¿Quién es Paula? –preguntó Rosa.
–La del gato que nada –respondió riendo Pilar.
–No nada, solo le gusta que lo bañen y es una gata, no un gato –apuntó Luna.
Rosa soltó una carcajada al imaginarse la escena, mientras Pilar ponía los ojos en blanco.
–Pronto es su cumpleaños y quiero hacerle una bufanda… de estas que son grandes y cerradas –continuó la joven.
–Como una braga –afirmó Rosa.
–Sí.
–Después podemos mirar qué punto quieres hacer y te enseño.
–¡Vale! Espero que le guste…
–Seguro que sí –comentó Pilar.
–Bueno… últimamente está un poco rara.
–¿Y eso? –quiso saber Rosa mirándola por encima de sus grandes gafas.
–Pues… le dije que no me gustaba su novio y se enfadó.
–¿Novio? ¿Pero qué edad tiene? –se alarmó Pilar.
–Pues la mía. Va a mi clase.
Las ancianas intercambiaron una fugaz mirada de preocupación. Sin lugar a dudas tendrían que comentar el tema con Nina y averiguar si Luna también tenía… amigos de ese tipo. A pesar de su preocupación, ninguna dijo nada al respecto y permanecieron en silencio a la espera de que Luna les contara más sobre el asunto.
–El caso es que el chico sí que es mayor y no sé, me da mala espina. No se lo ve buena persona.
–¿Y se lo dijiste? –preguntó Rosa.
–Sí, y me dijo que no me preocupara… cuando le insistí se enfadó conmigo y hace varios días que no hablamos.
–Bueno, no te preocupes, seguro que se le pasa– afirmó Pilar tratando de tranquilizarla.
–Veremos… no sé si decirle algo…
–Ay niña. Ya conoces el refrán tauren… –suspiró la bisabuela.
–No. ¿Qué refrán? ¿Qué es un tauren? –la interrogó Luna.
–Los tauren son una raza de chamanes, medio humanos medio bovinos, que viven en poblados repartidos por todo el mundo. Y suelen decir que no hace falta ser ciego para no ver las sombras venir.
–¿Y eso qué significa? –preguntó Luna un tanto desconcertada.
–Si quieres te cuento la historia –propuso Pilar aunque ya sabía la respuesta.
–¡Vale! –exclamó Luna.
–Yo iré a guardar la lana… –se excusó Rosa.
La abuela de Luna salió del comedor con varias bolsas en la mano, mientras Pilar le acababa de contar a la joven cómo eran los protagonistas de la leyenda que le iba a contar. Le habló de su similitud con los minotauros de la antigua Grecia, de su cuerpo recubierto de un pelaje suave, de los grandes cuernos que coronaban sus cabezas, de sus garras y pezuñas... Le contó que a pesar de tener una apariencia feroz son un pueblo muy pacífico y que sus dones se basan en una gran conexión con la naturaleza en general.
–Nunca había oído hablar de ellos –se quejó Luna.
–Pues escucha…
La joven asintió a modo de respuesta y tras callar unos instantes para generar una cierta tensión, Pilar empezó a contar la historia del roble blanco.
–Esto que te voy a contar sucedió hace muchos, muchos años…
–Y en un lugar muy, muy lejano… Todas las historias empiezan igual –refunfuñó la joven.
–Bueno, es que últimamente creemos que ya lo sabemos todo, así que nadie se molesta en registrar los errores que cometemos en forma de relatos. Todo lo que tenemos son viejas historias.
Luna se removió inquieta en el sofá.
–No me interrumpas –continuó la anciana–. La cuestión es que en uno de los muchos poblados tauren que por entonces ya había, una pequeña se despertó en plena noche con el corazón desbocado y la espalda empapada en sudor. Su pecho subía y bajaba frenéticamente, tratando de seguirle el ritmo a su respiración. Quería correr a la habitación en la que dormía su madre, pero le daba miedo abandonar la protección de las mantas que le servían de lecho. Así que grito desesperadamente deseando que la oyeran, hasta que la tauren despertó y acudió a ver qué le pasaba.
–¿Cómo se llamaban?
–La hija Shema y la madre Kiba.
–¿Qué le pasaba a Shema?
–Había tenido una horrible pesadilla. Verás, antes los poblados tauren se construían alrededor de un árbol protector. Los tauren son muy sensibles a todas las formas de vida de este y otros planos.
–No te entiendo… ¿Qué planos?
–Tú escucha. La cuestión es que la pequeña Shema vio en sueños que el roble blanco de su poblado se estaba muriendo, y que unas sombras sin rostro, todo garras y dientes, los estaban acechando. Kiba trató de tranquilizarla repitiéndole una y otra vez que el árbol estaba bien, recordándole que aquella misma mañana Shema había estado jugando entre sus raíces. Tuvo que quedarse con ella el resto de la noche.
Con la luz del día los temores de Shema se debilitaron, aunque Kiba acabó durmiendo con ella algunas noches más. Preocupada, al final la tauren contó lo que había pasado a las ancianas que gobernaban el poblado. Éstas se burlaron de ella por darle demasiada importancia a las pesadillas de su hija.
–Bueno, es que solo era una pesadilla… –las justificó Luna.
–Los sueños siempre nos cuentan algo de nuestra realidad. Deberíamos escucharlos siempre, prestarles atención, pero claro, los humanos estáis por encima de eso…
Luna la miró con el ceño fruncido.
–Bueno… no entremos en eso… La cuestión es que las ancianas no se tomaron en serio a Kiba y en menos de un ciclo nadie se acordaba de lo que había pasado. Mucho menos se acordarían once primaveras después, cuando Shema empezó a tener edad de formar su propia familia.
Los días cada vez eran más largos y en el poblado tauren aquello era sinónimo de fertilidad. Las plantas brotaban, los huertos daban sus primeros frutos y las crías desgarraban el silencio de las noches con sus berridos. Pero en medio de aquel despertar, las ramas del roble blanco seguían desnudas. Y lejos de mejorar, el árbol parecía cada vez más débil y enfermo.
–¡Entonces Shema tenía razón! –exclamó la joven sorprendida.
–No seas impaciente –la regañó la bisabuela–. Una noche Shema estaba durmiendo profundamente, cuando la cercanía de un movimiento ajeno la despertó de repente. Convencida de que no estaba sola en la habitación se quedó muy quieta escrutando la oscuridad, forzando la vista y agudizando el oído. Y cuando ya casi se había convencido de que no había nada, algo la atacó. Una sombra se le había tirado encima y le estaba arañando la cara y los brazos.
Luna ahogó un gritó esforzándose por no interrumpir la historia.
–Alertada por el forcejeo, Kiba saltó de la cama y se precipitó hacia la habitación de su hija para socorrerla. Cuando la encontró luchando contra una mancha negra se quedó completamente desconcertada. Enseguida se obligó a reaccionar, y apretando los puños con rabia, empezó a golpear a aquella cosa sin piedad. Sabiéndose en desventaja, la sombra se batió en retirada, escurriéndose por las esquinas hasta salir de la pequeña cabaña. Tras su marcha todo quedó en calma, y madre e hija guardaron silencio mientras se concentraban en atender las heridas de Shema.
–¿Qué era esa sombra?
–Una forma de vida de otro plano que intentaba desesperadamente adquirir presencia en el nuestro.
A la mañana siguiente el recuerdo de la pesadilla que había tenido Shema hacía once primaveras estaba tan presente como el ataque de la noche anterior. En cuánto Kiba fue capaz de despejarse, se dispuso a hablar con las ancianas que regían la tribu, pero éstas tuvieron la misma reacción que años atrás. Ni siquiera la alusión al preocupante estado del árbol milenario con el que habían fundado el poblado logró hacer que se la tomaran en serio. “El roble blanco siempre nos ha protegido”, le dijeron, “Y lo seguirá haciendo, solo que este año tarda poco más en brotar”.
–No me lo puedo creer… –bufó Luna.
–Ay mi niña –suspiró Pilar –. Son tantas las historias de este tipo que podrían contarse…
–¿Y qué pasó luego?
–Pues que las cosas empeoraron. Un par de noches después de que Shema se hubiera enfrentado a la sombra, algo acabó con las plantas. Parterres, huertos y macetas amanecieron hechos una maraña de troncos y tallos secos. Shema y Kiba se empeñaron en hablar con sus vecinos, a pesar de que nadie quería escucharlas. Hasta que le tocó el turno al ganado. Gallinas, cerdos y conejos murieron violentamente, quedando casi momificados, e incluso más llenos de arañazos que la cara y los brazos de Shema. Algo malo estaba pasando, y ante esa evidencia, los habitantes del poblado tauren empezaron a abrir sus oídos y sus mentes.
–¡Sí que les costó!
–Luna, a nadie le gusta aceptar que su hogar ya no es un lugar seguro.
–Ya…
–La presión hizo que al fin las ancianas actuaran. Reunieron a todo el poblado alrededor del gran roble y se colocaron en el centro del círculo, alineadas varios pasos más adelante. Al unísono, como si de una danza ritual se tratara, alzaron los brazos a media altura y apuntaron las palmas de las manos hacia el árbol. De las yemas de sus huesudos dedos no tardaron en salir chorros de luz verde, dirigidos hacia el roble blanco. Le estaban insuflando energía de vida. El poder de las ancianas combinado de ese modo podía hacer que un campo recién sembrado se pudiera recoger en un par de días, o que un embrión estuviera listo para nacer en un mes. Y a pesar de que era habitual utilizar aquel tipo de energía, nunca se hacía en tales cantidades, ya que abusar de ella tenía un gran desgaste, y consecuencias; manzanas sin sabor, cereales que no saciaban, o gallinas estériles. No en vano los tauren también suelen decir que las cosas pueden hacerse rápido o pueden hacerse bien.
–¿Y aquello sirvió?
–Con todo aquel derroche de poder las ancianas solo lograron hacer crecer algunas tímidas hojas en las ramas muertas del roble. Eso fue suficiente para que todo el mundo se fuera a dormir más tranquilo. Y también bastó para acabar de atraer a las sombras que arrasaron el poblado aquella misma noche. Las ancianas habían creado sin saberlo una especie de faro que destilaba vida.
–¡Qué horror! –exclamó Luna consternada.
–Sí. Pocos fueron los que sobrevivieron.
–¿Y Shema y Kiba?
–Desgraciadamente no estaban entre ellos. Aunque sí lo hizo una de las ancianas, y dedicaría el resto de sus días a salvar otros poblados.
Luna se quedó en silencio unos minutos. Pilar dejó que la joven reflexionara sobre la historia que le acababa de contar, hasta que la Luna rompió el silencio.
–Es una historia triste.
–Lo es… –afirmó la bisabuela.
–¿Y ahora los poblados tauren ya no se construyen alrededor de un árbol protector? –preguntó Luna.
–No. Ahora se plantan varios árboles y arbustos formando un círculo que delimita la extensión del poblado.
–¿Y eso sirve?
–La mayor parte del tiempo.
Luna lanzó un profundo suspiro.
–La verdad es que la historia no me ha ayudado a decidir qué hacer con Paula…
–No… pero ahora ya sabes que no hace falta ser ciego para no ver las sombras venir…
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