Estaba amaneciendo. El cielo empezaba a teñirse a franjas rojas por el horizonte. Y cuando el primer rayo de sol empezó a despuntar, el evento comenzó. Nuestro comandante espoleó su caballo con fuerza, pero el animal, un semental negro azabache y de porte orgulloso, tardo un minuto largo en reaccionar. Cuando empezó a andar lo hizo lentamente, cansado y soñoliento como estaba. Los cuatro generales que lo seguían se pusieron también en movimiento, encabezando la lenta y aletargada marcha. Para cuando le llegó el turno a mi yegua plateada el cielo ya era de un azul claro y el ambiente estaba bastante más animado. La multitud había tardado un poco en congregarse, pero al fin habían llenado por completo los laterales del paseo y el bullicio era ensordecedor. Las mujeres que estaban a primera fila nos tiraban unas extrañas flores azules con tres grandes pétalos, mientras que los hombres hacían el saludo conmemorativo de Tarmea. Los más jóvenes se abrían paso a codazos entre la multitud para poder vernos mejor. Nadie podía negar que se tratara de una celebración digna de la capital.
Al ver que la montura de pelaje castaño que tenía delante empezaba a andar, tiré bruscamente de las riendas de mi yegua para que la siguiera. Plata no se hizo de rogar, y nos unimos al desfile. Habíamos estado ausentes dos ciclos lunares pero parecía que habíamos partido el día anterior, haciendo solos ese mismo recorrido, sin nadie que nos despidiera o nos deseara suerte. Ahora la multitud nos aclamaba y nos alababa por nuestra victoria. Cuanto más observaba sus rostros de alegría, sus manos alzadas, las muestras de afecto con las que nos obsequiaban… más avergonzada me sentía. Éramos unos farsantes… Y yo, permitiéndolo, le estaba fallando a mi pueblo, una estirpe de guerreras que desde tiempos inmemoriales había protegido Tarmea. No pude soportarlo más. Bajé la mirada y me centré en las patas del macho castaño que tenía delante. Me obligué a oír solamente el sonido que hacían sus cascos al chocar contra el suelo, y solté las riendas de Plata sabiendo que la yegua mantendría el rumbo sin necesidad de que yo la guiara.
Recorrimos el largo paseo de la victoria, y más allá aún hasta la plaza en la que solía hacerse el mercado. Dos mil jinetes avanzando en fila de a dos por el centro de Tarbas, la gran capital. Semejante distinción no se recibía todos los días. Y cuando fui consciente de eso me sentí aún peor. Pero sin duda, el momento más difícil llegó cuando nuestro comandante se subió a un atril que se había preparado para la ocasión en medio de la plaza, y empezó su discurso. Muchos le habíamos aconsejado que se saltara ese honor. Pero él, ufano por ser el portador de tan buenas nuevas, no quiso perderse su momento de gloria. Y nada pudo disuadirlo de hacer el discurso que con tanto esmero había preparado.
–Apreciados –empezó levantando las manos a modo de saludo y con la doble intención de invitar a los asistentes para que bajaran la voz –la Compañía gris una vez más ha cumplido con su propósito.
Tras esta declaración inicial, Lure hizo una pausa para dejar que la multitud lo aclamara, y ésta estuvo a la altura de sus expectativas. Extasiado por la euforia del público que tan atentamente lo escuchaba, el comandante volvió a levantar las manos para proseguir con su discurso, aunque sin ninguna prisa, alargando las pausas más de lo necesario y arrastrando las palabras con las que terminaba las frases.
–El rey Izíar –prosiguió –nos encomendó una tarea muy difícil, casi imposible diría yo: Limpiar Tarmea de los demonios Masthil que la estaban asolando.
La multitud volvió a aplaudir entusiasmada.
–Los demonios estaban atrincherados en Páramo Yermo, varias leguas al sur de Tarmea, sin duda ultimando los detalles de un ataque inminente. Pero eso no impidió que cayera sobre ellos la fuerza de la Compañía gris.
El público enloqueció tras esas palabras, hasta tal punto que sus gritos incomodaron a nuestras monturas. Mi yegua plateada se removió inquieta y tuve que volver a sujetar las riendas con fuerza para obligarla a quedarse quieta.
El comandante aún estuvo un buen rato deleitando a la audiencia con los detalles más escabrosos de la encarnizada batalla que habíamos librado. Yo no veía la hora de que aquello acabara y decidiendo que ya había tenido suficiente, bloqueé mis oídos para pasar a comunicarme con Plata. Intenté tranquilizarla, transmitirle que ya quedaba poco para ir a descansar. A través de nuestro vínculo pude percibir cuán cansada estaba, y cuán injusto había sido ese esfuerzo adicional que la había obligado a hacer para participar en esa farsa. Las monturas se habían llevado la peor parte de aquella incursión, al fin y al cabo, nos habían tenido que desplazar a paso ligero de Tarbas a Páramo Yermo, y enseguida recorrer el camino de vuelta. Eso las llevó a una marcha sin los descansos necesarios, durante los dos ciclos lunares.
Cuando por fin terminamos y se nos permitió abandonar el desfile era bien entrado el mediodía. Si tiempo que perder, me dirigí hacia el campamento, dejé a Plata en el establo que se había improvisado hacía apenas unas horas y no me detuve hasta estar en mi tienda. Una vez allí me quité el yelmo con rabia, tirándolo a un lado, tras lo cual desabroché con movimientos bruscos los agarres del peto que me había protegido el pecho tantas veces, deshaciéndome de él con urgencia. Los pliegues de mi tienda se abrieron de repente, para dejar paso a un joven humano que entró azorado por el escándalo que hizo el metal al chocar contra el suelo.
–¡Iyara!
–Déjame Jainé, no estoy de humor.
–Preferiría pasar la noche contigo.
–Y yo preferiría no tener que fingir que somos héroes, pero aquí estamos.
–¿Por eso has estado tan callada durante el desfile?
–No tengo ganas de…
El joven se acercó a mí dispuesto a abrazarme pero, adivinando sus intenciones, me aparté a un lado bruscamente, a modo de rechazo. Visiblemente dolido, el guerrero se giró dispuesto a salir de la tienda, pero no dio ni tres pasos antes de pensárselo mejor y detenerse de nuevo.
–A mí tampoco me ha gustado pero Lure es nuestro comandante y hay que obedecerlo.
–¿Aunque esté cegado por la codicia?
–A un comandante se le obedece o se le mata para sustituirle. Así de simple.
–Así de simple…
–Sí.
En otro momento hubiera encontrado una réplica mordaz con la que responderle, pero estaba tan cansada que solo pude lanzar un profundo suspiro. Abatida, recorrí el breve espacio que me separaba del montón de pieles que me serviría de lecho y me senté en él para liberarme de las pesadas botas que llevaba. Habiéndomelas quitado, me dejé caer y cerré los ojos.
Sabiendo que estaba insistiendo más de lo que hubiera debido, el joven guerrero me siguió sentándose a un par de palmos de mí. No hubiera sido la primera vez que se llevara un buen puñetazo por pasarse de la raya. Así que se quedó quieto junto a mí, compartiendo mi silencio.
–¿Tú qué crees que les pasó? –le pregunté al poco.
–¿A qué te refieres?
–A los demonios.
El camino hacia Páramo Yermo había sido largo, pero transcurrió sin incidentes. Sabíamos que nos enfrentaríamos a un gran peligro pero nuestro comandante nos había prometido una recompensa a la altura de nuestros esfuerzos, así que avanzábamos con la moral alta hacia una incursión que, sin duda, seria memorable. Algunos de mis compañeros se entretenían fantaseando con lo que harían con semejante cantidad de oro, otros empezaron a entonar los primeros versos que seguro propagarían nuestra gesta por toda Tarmea. Cuando faltaban apenas dos jornadas para llegar, el comandante mandó una avanzada para que localizara al enemigo, lo estudiara, evaluara el terreno y propusiera una estrategia para combatirlo. El rey había sido parco en detalles en su encargo, ya que ninguno de los exploradores que había mandado al Páramo había regresado. Solo teníamos un rastro de aldeas arrasadas y calcinadas que terminaba en esa tierra estéril. Y rumores, un montón de versiones que se contradecían entre sí. Nada a lo que poder aferrarse.
Sabíamos que la avanzada tardaría como mínimo seis jornadas en regresar, así que montamos un campamento y empezamos a prepararnos para la batalla. Pero los cinco jinetes regresaron mucho antes de lo esperado, galopando y visiblemente eufóricos. Avisando también a los cuatro generales, se reunieron con el comandante para contarle lo que habían encontrado. Y después de eso, para sorpresa de todos, se reunió a otro grupo para que volviera al Páramo. Tanto yo como Jainé estábamos entre ellos, pero el comandante, que nos seleccionó personalmente y nos indicó que nos acompañaría, solo nos dijo que se requería una segunda exploración. Nada más.
Cuando llegamos entendí por qué el comandante había decidido explorar el Páramo por sí mismo. Si alguien me hubiera contado a mí la escena que nos esperaba tampoco me lo habría creído. Estaban todos muertos. El Páramo era un mar de cadáveres. Una maraña de sangre, vísceras y extremidades esparcidas por todas partes. Algo había acabado con los demonios cebándose con sus cuerpos. La escena era tan grotesca, que incluso yo estuve a punto de vomitar. Aquello apestaba. Ni siquiera las moscas se habían atrevido a acercarse. Dudé cuando el comandante nos ordenó recoger pruebas de nuestra hazaña para el rey, pero obedecí, tratando de no pensar demasiado en lo que estaba haciendo. Tardaría varios días en empezar a asimilar lo que habíamos visto.
Terminamos tan rápido como pudimos y emprendimos enseguida el camino de regreso hacia el campamento, aunque ya había anochecido. Nadie quería pasar más tiempo del necesario cerca de aquel lugar maldito. El comandante concluyó que los demonios se habían matado entre ellos y esa fue la versión que se contó a toda la Compañía. Gracias a ese afortunado incidente llenaríamos nuestras bolsas sin tener que hacer nada más que cabalgar. Los mercenarios somos gente sencilla, práctica ante todo, así que nadie hizo preguntas ni reclamó mayores explicaciones. Se dio por buena la versión oficial y punto.
–No lo sé… –me respondió al fin el humano tras meditarlo largo rato.
–Pero si tuvieras que decir algo…
–¿En qué nos ayudará eso?
–Lo viste, ¿no es así?
–Yo no vi nada.
–Viste algo en el cielo, a lo lejos. Algo grande… oscuro…
–Iyara…
–Algo masacró a esos demonios, llevándose sus almas. Algo nos vio llegar y se detuvo. Para observarnos, para juzgarnos…
–Quizás solo fuera un dragón.
–No me tomes por idiota. Los dragones son criaturas nobles, inteligentes, tienen un gran sentido del deber y del honor… solo atacan en legítima defensa. Y ningún demonio está tan loco como para atacar a un dragón.
–Vale, suéltalo.
–Era un ángel, Jainé.
–Los ángeles no existen.
–Estoy segura de que era un ángel…
–Estás equivocada.
Abriendo los ojos, me incorporé para mirar al joven guerrero. La expresión sombría que había adquirido su rostro hizo que un escalofrío me recorriera la espalda.
–¿Por qué estás tan seguro?
–Porqué si un ángel ha logrado llegar a Tarmea, no habrá en este mundo suficientes armas para combatirlo; ni magia lo bastante poderosa como para salvarnos.
Sin saber qué responder, me acerqué a él para darle un beso en la mejilla, a lo que él reaccionó abrazándome.
–No pretendía… –empecé.
–Por esta noche… centrémonos en que estamos vivos… –me susurró recuperando su tono alegre habitual, tras lo cual empezó a besarme lentamente.
–Celebremos, pues, la vida… –acepté quitándome el jubón que llevaba.
Desaparecimos entre el montón de mantas que me servía de lecho. Olvidándonos del resto del mundo. Olvidando el mal que nos acechaba desde la lejanía… Un mal que nos juzgaba… Un mal que pronto nos mediría para decidir cuál debía ser nuestro destino.
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