10 de mayo de 2020

Annabella

Había tenido un día horrible y la discusión con Jaime no había ayudado, pero por fin estaba en casa y era viernes. Se quitó el sujetador que se le había estado clavando en el costado, se desmaquilló y se recogió su larga e indomable melena castaña en un moño. Mientras se miraba en el espejo repasando las marcas de cansancio en su rostro decidió que se daría un baño. Abrió el grifo de manera que saliera el agua lo más caliente posible y puso el tapón en su sitio. Se desnudó rápidamente y se metió dentro de la bañera, dejando que el agua humeante deshiciera sus preocupaciones. Pronto la invadió una profunda sensación de sueño.

Considerando que la bañera ya estaba lo suficientemente llena, cerró el grifo con el pie, se sumergió hasta la cabeza y volvió a emerger a la superficie para cerrar los ojos y tratar de dejar la mente en blanco. Se concentró en su respiración, esforzándose por reducir su ritmo cardíaco. De repente una imagen azotó su mente. Era una chica joven con el labio partido que lloraba desconsoladamente. La imagen era tan nítida que parecía que la tenía delante. Y cuando la chica levantó la cabeza y la miró, le dio un vuelco el corazón. Sobresaltada, se incorporó chapoteando con manos y pies, mojando las baldosas del suelo del pequeño baño y mirando a su alrededor frenéticamente. Tras comprobar que estaba sola se obligó a calmarse, repitiéndose varias veces que solo había tenido una pesadilla.

El resto de la tarde transcurrió con normalidad y cuando se metió en la cama estaba tan cansada de toda la semana que se durmió enseguida. A la mañana siguiente se despertó habiendo dormido más de siete horas, lo que consideró todo un logro. Sin prisa, se desperezó y se dirigió hacia la cocina para servirse un buen baso de zumo de naranja con limón. Se sentía tan bien que decidió mandarle un mensaje a Jaime pero cuando cogió el móvil vio que él se le había adelantado. En la pre visualización del texto pudo leer que  Jaime le pedía perdón y la invitaba a cenar en su casa esa misma noche “para compensárselo”. Con una gran sonrisa en el rostro, Anna le respondió que aceptaba encantada la invitación y que llevaría algo especial para la ocasión.

Tras recoger un poco el piso y poner una lavadora, Anna se enfundó en sus mallas de yoga rojas sin costuras y extendió la esterilla negra que siempre tenía a mano en el comedor. Como se sentía llena de energía decidió hacer una sesión muy dinámica, tras lo cual se estiró para hacer los diez minutos de relajación final. Se tapó con la manta que había preparado, se acomodó el cojín debajo de la cabeza y cerró los ojos concentrándose en respirar lentamente. Despacio, como le habían enseñado en clase, empezó a llevar la atención a las distintas partes de su cuerpo, imaginando cómo éstas se iban destensando: la cabeza, la frente, la mandíbula… hasta llegar a la punta del pie derecho. Y cuando se disponía a devolver el movimiento a sus extremidades para terminar la práctica, un rostro empezó a dibujarse delante de sus párpados cerrados.

Se traba de la misma chica que había visto la tarde anterior, y de la misma escena. La joven lloraba desconsoladamente mientras ella la observaba. Se fijó en sus rasgos. Había algo en ella que hacía que le resultara familiar, como si ya la conociera. Se fijó en las marcas que tenía en la muñeca derecha y en el moratón que asomaba por la abertura del cuello de su camiseta. De repente la joven se secó las lágrimas con ambas manos y alzó la cabeza, dirigiendo sus hinchados y enrojecidos ojos hacia ella.
–Anna… no tengas miedo –empezó la joven–. Tengo que decirte algo…
Anna estuvo tentada de abrir los ojos y levantarse de un salto, pero se obligó a mantener la calma. Aquello era muy real, no podía haberse quedado dormida otra vez.
–Anna… –repitió la chica de los ojos hinchados–. Anna, si duele no es amor. Él no te quiere.
Ante aquellas palabras Anna notó cómo sus ojos se veían desbordados por las lágrimas que pronto empezaron a precipitarse por sus mejillas. Perdiendo la concentración vio cómo la imagen de la chica empezaba a desvanecerse. Abrió los ojos esperando encontrarla y al descubrir que estaba sola, reprimió un grito en su pecho.
–Espera… –musitó.

Le costó varias horas recuperarse del encuentro. No entendía lo que había pasado y dedicó un buen rato a darle vueltas. O quizás lo entendía demasiado bien y ese era el problema. A media tarde recibió una llamada, precisamente, de la única persona a la que siempre le cogía el teléfono. Y esa vez no se vio capaz de hacer una excepción.
–Niña, ¿estás bien? –le preguntó Luisa, su abuela, a modo de saludo.
Anna se obligó a concentrarse en la conversación, aunque su mente trataba tozudamente de volver una y otra vez al encuentro que había tenido hacía unas horas.
–Sí… –respondió con un hilo de voz.
–Anna, no me mientas.
–¿Por qué me has llamado? –quiso saber Anna reaccionando de repente.
–Creo que has conocido a… alguien…
–Abuela, no entiendo lo que está pasando –confesó la joven empezando a llorar.
–Ay mí niña…
Ante el silencio de Anna, Luisa continuó.
–Las mujeres de nuestra familia tenemos una conexión muy fuerte…
–¿Una conexión?
–Es mejor que nos veamos en persona para hablar de esto.
–No. Necesito respuestas ahora –afirmó Anna sorbiéndose la nariz.
–Está bien… digamos que las mujeres Bentt compartimos un espacio de consciencia.
–No te entiendo…
–Nuestras antepasados pueden comunicarse con nosotras. Si se dan determinadas circunstancias. Y si es necesario.
–¿Quieres decir que la chica que he visto es una familiar nuestra?
–Es Annabella, mi madre –respondió Luisa adoptando un tono más serio.
–Ella no… Ella está… Yo…
–Anna, tenemos que hablar de todo esto. En persona.
–Sí…
–¿Cuándo podemos vernos? 
–No lo sé, yo…
–Está bien, ven cuando estés preparada. Pero prométeme que no te verás con él.
 –No sé de quién me hablas –respondió Anna sin saber muy bien de dónde había salido aquella mentira.
–Sí que lo sabes. Niña, sé lo difícil que es. No es culpa tuya. Todo irá bien…
–Te quiero abuela.
Anna colgó el teléfono sin esperar a recibir una respuesta. La estaban obligando a tomar una decisión imposible. Su teléfono móvil empezó a parpadear. Era Jaime mandándole mensajes, preguntándole qué estaba haciendo y exigiendo saber por qué no le contestaba.

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