Entró en el despacho que había logrado evitar durante seis meses. Y no solo pensó que no había cambiado nada, estaba seguro de que pocas cosas podrían alterar aquella atmósfera premeditadamente estéril. Sin fotografías ni objetos personales, solo interminables filas de libros y manuales cogiendo polvo en las estanterías. Y luego estaba el escritorio. Ni un adorno, ni una agenda, ni un papel. Ni siquiera un bolígrafo que revelara que Lorena solía colaborar con TechFarm. Como siempre, ella entró exactamente siete minutos después de que él se sentara en el incómodo sofá tapizado a cuero. ¿Cuántas veces habían bromeado sobre lo inadecuado que era ese material? No, Lorena nunca bromeaba. Solo utilizaba las expresiones corporales, una falsa empatía y un tono distendido para que los pacientes se sintieran más cómodos contándole sus mierdas. Como resultaba habitual, llevaba un lápiz y una libreta en la que nunca la había visto apuntar nada.
—¿Qué le ha traído hasta aquí? —preguntó Lorena llevándose el lápiz a los labios.
La posición en la que la psiquiatra había colocado el lápiz tampoco era casualidad, le estaba indicando que podía confiar en ella porque no dirá nada a nadie, guardaría bien sus secretos. Que a aquellas alturas intentara manipularlo de ese modo era algo que le molestaba profundamente. Lorena era una mujer inteligente, y como tal, ya debería saber que esos trucos no funcionaban con él.
—No me trates como si no nos conociéramos de nada —protestó Dylan removiéndose en el frío y ruidoso sofá.
—Disculpa, Dylan, prefieres que te tutee.
—Mejor.
—Entonces, cuéntame, ¿por qué has venido? Ahora hacía tiempo que no nos veíamos.
—No consigo detener mis pensamientos.
Regodeándose, observó a Lorena. Siempre que hablaban de impulsividad la mujer hacía un brusco, aunque casi imperceptible, movimiento de cabeza. Apenas eran dos milímetros. Ese tic indicaba a Dylan que la psiquiatra estaba incómoda, y eso era algo que le encantaba.
—¿Quieres decir que no puedes dejar de pensar en algo? ¿Has vuelto a los bucles?
—No, yo no he dicho eso.
Ella permaneció en silencio, dándole la oportunidad de explicarse mejor.
—No soy capaz de hacer que mis pensamientos se detengan. Y eso es algo que me obsesiona.
—Profundicemos, busca un ejemplo para que yo lo entienda.
—¿Has oído hablar de la teoría de cuerdas?
—Me temo que no.
—Vale…
Dylan permaneció en silencio unos instantes, buscando la mejor manera de hacerse entender.
—Es como si mi mente fuera una cueva llena de estalactitas.
—¿Crees que tu mente es un lugar peligroso? —quiso saber Lorena.
—¡No!
—De acuerdo, ¿entonces?
—¡Vale! Imagina una lámpara de araña. Yo solía pasar los veranos en casa de mi tía Marjoret, y ella tenía una gran lámpara de cristal que se extendía por el techo de su majestuoso recibidor.
—No sé muy bien a dónde quieres ir a parar, pero continúa.
—La cuestión es que la lámpara tenía unas largas tiras compuestas por pequeños cristales en forma de lágrimas. Cada vez que alguien cerraba la puerta de la mansión, las tiras tintineaban durante un buen rato.
—Entiendo…
—Yo le prestaba mucha atención a las tiras.
—Ya lo creo. ¿Temías que las lágrimas cayeran y se rompieran?
—No. Sabía que eso no pasaría, el suelo de toda la entrada estaba cubierto por una gruesa alfombra de piel de vaca rubia.
—Entonces, ¿qué te tenía tan absorto? —preguntó la psiquiatra con auténtica curiosidad.
—¡Que era incapaz de detener el tintineo de las tiras! Como si tuvieran vida propia. Solo cuando al fin recuperaban su estática rigidez me quedaba tranquilo y podía dejar de mirarlas.
—De acuerdo. Volvamos a esa sensación de que no puedes detener tus pensamientos.
—Imagino mi mente como el gran recibidor de la tía Marjoret, y mis pensamientos cuelgan del techo como largas tiras repletas de lágrimas de cristal. Algunas son cortas y otras más largas. Hay muchas y están tan juntas que chocan entre sí. Cuando me meto en la cama e intento dormir, no puedo dejar de oír su tintineo.
—Entonces, lo que te atrapa es pensar que no puedes dejar de pensar.
—Supongo... Es como un murmullo de fondo. Y me paso las noches en vela tratando de acallarlo.
—¿Sigues tomando la medicación?
—¡Sí! —afirmó Dylan con más vehemencia de la que hubiera querido expresar.
—¿Cuánto hace que te pasa?
—Unas tres semanas, y cada vez va a peor. He venido porque ya empiezo a tener esa sensación también durante el día. Antes de ayer, con el coche, me concentré tanto en el tintineo que casi me empotro contra una farola.
—¿Tienes idea de cómo empezó?
—No…
—Está bien, ajustaremos la dosis de tu medicación y volveremos a vernos en quince días. Seguro que te sentirás mejor —afirmó Lorena.
—Si tú lo dices…
La psiquiatra se levantó, se dirigió hacia su escritorio y sacó un fajo de papeles de uno de los cajones. Dylan permaneció en silencio, observándola mientras escribía la nueva receta en el primer papel y le estampaba el sello que le daba validez. Después de que ella le entregara la hoja, se despidieron con un apretón de manos y una sonrisa cordial.
Cuando el paciente cerró la puerta tras de sí, Lorena al fin abrió la libreta que siempre llevaba encima y anotó “Paciente 139, mismos síntomas y recuerdos implantados. Tía Marjoret, la lámpara y sus lágrimas de cristal. Sensación de que no puede detener los pensamientos. Introduce una alfombra de piel de vaca rubia como novedad. Ha empezado afectación diurna. Incremento de dosis según fase 2 para ver reacción, control en 15 días. Pendiente actualizar ficha y mandar informe a TF.”
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