Llevaba un ciclo entero persiguiendo aquella misteriosa criatura, siguiéndole el rastro sin siquiera haberla visto. No estaba segura de que realmente se tratara de lo que andaba buscando, pero no le quedaba más remedio que confiar en su adiestramiento, y en su instinto. Repasaba una y otra vez las señales que había estado leyendo durante tantas jornadas, y cuanto más pensaba en ello, más dudaba de su criterio. ¿Hasta dónde estaba dispuesta a llegar? En cierta ocasión le pareció ver la cola del animal, un látigo azul zafiro lleno de púas negras. A esas alturas ya no estaba convencida ni de que hubiera sido real. Quizás solo se había tratado de su imaginación que, alimentada por el deseo de volver a su hogar, le había jugado una mala pasada. La tentación de abandonar pesaba cada vez más sobre sus doloridos músculos.
Todo empezó con una simple escama. Una pequeña mancha azul en el suelo que bajo ojo inexperto hubiera pasado por una piedra. Aurora, en cambio, la reconoció enseguida y, sorprendida por la rapidez con la que había encontrado aquella primera pista, no dudó en recogerla. Unos profundos arañazos en los árboles cercanos respaldaron sus sospechas, y solo le hizo falta tirar de su vínculo para acabar de convencerse. Le llegaba un miedo tan denso que casi podía deshacerlo entre los dedos. No quedaba ni rastro de los roedores y los pájaros que solían observarla con curiosidad. Incluso las flores, los tallos y las raíces estaban aterrados. La habían preparado durante años para interpretar aquel tipo de pistas, así que no tuvo que pensarlo mucho para decidir hacia dónde dirigirse. Pero la criatura demostraba ir siempre un paso por delante. Le iba dejando un mínimo rastro para que no se rindiera, sin dejar de mantenerse a una distancia infranqueable, como si se burlara de ella. ¿Cuánto duraría aquella danza desesperante? Había cruzado tantos bosques que ya le parecían todos iguales.
Una mañana especialmente fría, el rastro la llevó hasta un profundo valle lleno de pozas humeantes, entre las cuales se encontraba una que destacaba por su gran tamaño. Reconfortada ante la idea de aliviar su cansancio con un baño caliente, aligeró el paso para dejar atrás la arboleda. De repente algo invadió su campo de visión por el lado derecho. No esperó a ver de qué se trataba, guiada por sus reflejos, se detuvo y se agachó para esconderse en el arbusto más cercano. Deseando que ese algo no la hubiera descubierto, esperó unos instantes concentrándose en calmar su respiración. Al fin se permitió asomar un poco la cabeza por encima de su escondite, solo lo justo para volver a tener una visión clara del valle y descubrir qué la había asustado tanto. E identificándolo, se quedó paralizada. Su corazón se desbocó y empezó a sentir su pulso acelerado palpitando por todo el cuerpo. Por fin lo había encontrado.
El animal se dirigía hacia el centro del valle, y continuó andando hasta sentarse en la orilla de la poza más grande. La extensión de agua humeante generaba una especie de niebla que se fundía con sus movimientos. Sin prisa, extendió las alas y las patas delanteras más allá de lo que hubiera parecido posible, y se desperezó estirando el largo cuello con la mirada fijada al frente. Sus garras sobresalían amenazantes, y el látigo azul zafiro se balanceaba a pocos palmos del suelo en un hipnótico vaivén. Tras sacudirse todo el cuerpo, la criatura se alzó de nuevo para entrar en el agua, y empezó a sumergirse, muy despacio, dejando que el cálido líquido fluyera entre sus escamas erizadas. El sonido que emitía recordaba a los guijarros revolcados por las olas del mar. A su alrededor crecían pequeños remolinos, formados por la inercia, casi ceremonial, del gran cuerpo que agitaba las aguas. Sin detenerse, el animal avanzó hasta el centro de la poza y se acabó de hundir, perdiéndose de vista.
Asustada y a la vez embriagada por la escena que acababa de presenciar, Aurora aguardó un buen rato esperando que la criatura volviera a emerger. La superficie de la poza ya había vuelto a su calma original, y de ella solo emanaba un vapor cada vez más denso. Todavía tardó un buen rato en recuperar el control de sus extremidades. Se obligó a respirar varias veces llenando por completo sus pulmones, y enseguida logró relajar los hombros. Cuando por fin se sintió capaz de moverse, no supo qué hacer, seguía dándole miedo que el animal la descubriera. Alertada de repente por un ruido ajeno, concentró toda la atención en su oído e identificó un extraño sonido que parecía estar cada vez más cerca. No le costó descubrir que se trataba de un gorgoteo que procedía de la poza, donde unas grandes burbujas habían empezado a abrirse paso hacia la superficie. En cuestión de minutos la poza entera hervía con furia, y el agua burbujeó hasta el atardecer. Para cuando el cielo se tiñó a franjas rojas, la poza estaba totalmente seca, se había convertido en un cráter fangoso. No había rastro de la criatura.
Incapaz de explicar lo que había pasado, Aurora se decidió a levantarse y avanzó hacia el cráter dispuesta a inspeccionarlo. Después de observarlo un buen rato con detenimiento, quiso rodearlo para buscar marcas en el fango, las piedras o las plantas, que le dieran alguna pista, pero enseguida se quedó sin luz. Aceptando que debería esperar al nuevo día para seguir investigando, escogió un lado del claro y encendió una hoguera. Cuando apenas había empezado a sentir el calor del fuego en las mejillas, comenzó a llover con saña. Consciente de que sería absurdo intentar no mojarse, se retiró a los arbustos que le habían servido de refugio, y se obligó a dormirse ignorando el frío que ya le estaba calando los huesos, haciéndole tiritar. Llovió toda la noche sin tregua.
A la mañana siguiente Aurora se despertó temprano, el sol todavía no estaba muy alto, y le alegró comprobar que ya no llovía. Como aún tenía la ropa mojada, quiso tenderla para que se secara mejor, pero cuando apenas había empezado a desnudarse, algo hizo que se detuviera bruscamente. Una sensación que no entendía y que nunca antes había sentido la invadió, bloqueándola por completo. Era como si se estuviera inundando por fuera y por dentro a la vez, y la presión que le oprimía el pecho no paraba de crecer. Empezó a temer que su piel se resquebrajara de un momento a otro. La presión era tan fuerte que no podía soportarla. Cayó al suelo de rodillas, apoyando ambas manos en la hierba verde que cubría el bosque. Trató de agarrarse a los tallos que se escapaban entre sus dedos, y justo cuando ya empezaba a perder el mundo de vista, la tensión se aflojó. Su respiración se normalizó poco a poco, devolviéndole la consciencia de su entorno.
Sin saber muy bien qué la movía, se levantó y abandonó la seguridad de los árboles para avanzar apenas unos metros hacia el cráter. Deteniéndose ante la visión de unas grandes garras que se clavaban en el suelo, levantó la mirada hasta encontrarse con los ojos azules que la estaban escrutando. La presión volvió a apretarle el pecho, aunque no tanto como para que resultara insoportable. Y entendió que se trataba de su vínculo, desbordado por la esencia del dragón de agua que trataba de comunicarse con ella. La majestuosa criatura estaba teniendo el detalle de interrogarla antes de decidir si era o no una amenaza, y si debía matarla.
Sabiendo que llevaba sus fuerzas al límite, Aurora trató de transmitir la idea de que no tenía malas intenciones. A pesar de sus esfuerzos, solo logró que el dragón se removiera, cada vez más impaciente. Así que dejó de ofrecer resistencia y permitió que aquél ser la leyera sin restricciones. Jamás había cometido semejante acto de fe, ni había deseado con tanto ahínco que los mitos que contaban las ancianas fueran ciertos. Notó la esencia del ser ancestral invadirla con una fuerza todavía más potente que antes e, incapaz de sostenerse en pie por más tiempo, se desplomó. Convencida de que iba a morir, convirtió su último suspiro en un agradecimiento. Justo antes de golpearse la cabeza contra el suelo, quiso darle las gracias al dragón por haber permitido que lo viera morir y renacer. Después, se abandonó a la oscuridad y el mundo se desvaneció.
Cuando Aurora volvió en sí, la criatura ya había desaparecido. Antes de incorporarse, notó que sostenía algo duro y frío entre las manos, y alzándolas para descubrir qué era, encontró una gema transparente en forma de gota. Emocionada, la inspeccionó entre sus dedos, y un rayo de sol impactó de lleno en su superficie, arrancándole destellos azules. El dragón de agua no solo le había perdonado la vida, también la había bendecido con un obsequio; un tesoro que la acompañaría hasta el final de sus días. Decidió que lo incrustaría en todas y cada una de las armas con las que, en adelante, serviría a su pueblo. Porque ya podía volver a su hogar, era una guerrera digna de su estirpe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario