14 de enero de 2022

Una larga e intachable trayectoria

—¿Cómo empezó mi carrera? Eeehhhhmmm…

Me quedé en silencio con la vista clavada en el enorme foco que colgaba sobre la cabeza del presentador, tratando de encontrar el momento exacto en el que se forjó mi vocación. El apuesto muchacho se removió en su silla, incomodado por la falta de respuesta. Qué joven era. A pesar de que no llevaba ni dos meses en prime time lo hacía de maravilla. Hasta el momento, se había mostrado encantador y muy seguro de sí mismo. Era una pena que esa fachada se desmoronara con solo ralentizar un poco el ritmo de la entrevista. Parecía mentira la cantidad de gente que no sabía soportar un silencio. Me encantaba.

Mi atención se posó sobre el primer empleo que tuve. Fueron unas prácticas no remuneradas en un despacho cutre de mala muerte. Ni aprendí, ni me sirvieron para nada. Además, entonces ya tenía claro a qué iba a dedicar toda mi energía hasta que me jubilaran. No, tenía que remontarme mucho más atrás. Antes incluso de ir a la carísima y única universidad de mi ciudad. A propósito de eso, aquella fue una buena época, la recuerdo con mucho cariño, y fue cuando realmente me sentí independizada como persona. Aunque la libertad solo quedara a tres calles de la casa adosada en la que me criaba.

De repente, una Lisa de diez años se dibujó en mi mente. Estaba sentada en un banco, con los brazos cruzados, la cabeza gacha y unos morros que le hubieran dado envidia al mismísimo pato Donald. A pesar de que aquel día había llovido mucho, llevaba unas impolutas botas de agua completamente blancas. A la hora del patio había convencido a unas niñas para que me acompañaran al baño y me las limpiaran con la toalla de manos que ya sabía que encontraríamos. Les dije que bajo la capa de barro había un dibujo muy chulo de Snoopy y se lo creyeron, impacientes por verlo. Solo diré que odiaba mancharme. Cuál fue mi sorpresa cuando la profesora encontró la toalla (que tan ingeniosamente había escondido detrás del váter) y enseguida ató cabos. La bronca que me cayó fue lo de menos, lo que realmente me enfureció fue el hecho de haber subestimado a la profesora. Ya entonces detestaba equivocarme.

La imagen de la niña enfurruñada se transformó en la de otra más pequeña, aunque no mucho más alegre. Estaba sentada en una mesa, junto con otros tres niños, y todavía no había terminado de comer. Todos miraban a la monitora que les había interrumpido para amenazarlos. Alguien había escondido comida en una servilleta y la había tirado a la basura. Como nadie reconocía haberlo hecho, las grandes mentes pensantes que nos contenían decidieron apelar al sentimiento de culpabilidad de una panda de críos que odiaban las espinacas más que el cálculo mental o los dictados. Spoiler, eso nunca funciona, solo hace que paguen justos por pecadores. Y así fue. Tras veinte minutos de cuchicheos nerviosos, clavé mis pies en el suelo y empujé para arrastrar mi silla un par de palmos de la mesa (eso le dio una buena dosis de dramatismo a la escena, dicho sea de paso). Me levanté, alcé la mano derecha y solté un “He sido yo”. Todo el que hubiera cruzado dos palabras conmigo sabría que eso era imposible. Yo era una niña buena, honesta y dulce. En otras palabras, no hubiera tenido agallas para hacer algo así. Pero la monitora estaba tan satisfecha con su estrategia pedagógica que ni siquiera me cuestionó.

¡Nah! Pero yo ahí todavía no había decidido una mierda. Solo era una niña que había visto demasiados episodios de Compañeros. ¿Qué había pasado entremedias? Oh, sí. Entonces me acordé de mi gran revelación.

Y una frase me atravesó la columna vertebral, avanzando implacable hasta mi nuca. “Los reyes son los padres”. Me lo dijo el niño más repelente de la clase, cómo no. Hay personas que disfrutan repartiendo sufrimiento, y empiezan sorprendentemente temprano a perfeccionar su arte. Sucedió una fría mañana de medianos de diciembre. No me acuerdo de cómo salió el tema, solo que yo estaba sentada encima de una gran e irregular piedra gris. Lo que sí recuerdo es el frío de su superficie atravesando mis gruesos pantalones de pana (vamos, que tenía el culo helado). También recuerdo, que no me lo quise creer. Pensar que todos esos años de cabalgatas majestuosas, noches de insomnio, madrugones frenéticos y pilas de regalos eran mentira, me parecía una locura. No podía ser posible.

Así que en cuanto llegamos a casa, le expliqué a mi madre lo que había pasado, planteándole mi duda existencial directamente. “¿Los reyes existen?”. Dándose cuenta de que ya no se podía mantener la farsa durante más tiempo, me respondió que los reyes existirían mientras yo siguiera creyendo en ellos. Típica respuesta de adulto acojonado. Y dándome cuenta de que, en realidad, estaba confirmando mis peores sospechas, me quedé sin aliento. Me llevé las manos a la cara y empecé a reír como una loca. ¡Qué pasada! ¡Menudo montaje! La tele, el periódico, todos y cada uno de los adultos que conocía… ¡Y las cabalgatas en directo! Las había visto cada año con mis propios ojos, ¡Y eran mentira! Me lo había tragado todo como una tonta.

Entonces lo vi claro. Ese fue el momento exacto en el que empezó mi carrera profesional. Yo quería tener el poder de engañar así a la gente. De hacerle creer, exactamente, lo que yo quisiera que creyeran. Quería montar mentiras tan grandes que todo el mundo fuera irremediablemente partícipe. Todos por y para un objetivo común que les trascendiera y que, mira tú por dónde, siempre me beneficiara “A MÍ”. Yo quería ser la más fabulosa, y única, reina maga. Y que todos me siguieran sin pararse a cuestionar si eso era o no lo correcto.



—¿Señora presidenta? —me preguntó al fin el joven, decidiéndose a exigir su respuesta para continuar con el show.
—Disculpa, querido —le respondí saliendo de mi trance personal—. Estaba buscando el momento más significativo de mi larga e intachable trayectoria.


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