13 de febrero de 2025

De la lluvia, esos labios rojos y un paraguas negro

El mejor momento para cometer un asesinato es mientras llueve. Las gotas de agua derriten todas las pruebas, los truenos ocultan hasta el más estridente de los sonidos y el vaho que se adueña de los cristales desdibuja las figuras que se mueven en el exterior… Sí, es el mejor momento. Te lo digo yo, que me descuartizaron en medio de una tormenta y, un año después, todavía están buscando mi cadáver. Bueno, en realidad no creo que nadie espere encontrarlo ya. Ni siquiera pienso que se estén dedicando esfuerzos al respecto…

Era de noche. Volvía a casa después de una cena de Navidad. Iba a mentir diciendo que había pasado la velada con unos amigos, en realidad era una cena de empresa. Cómo las odio (bueno, las odiaba). Lo mejor de estar muerta es que no tendré que soportar esas cosas nunca más. A pesar de que no nos dimos cuenta mientras devorábamos el postre, empezó a llover. Y para cuando cruzamos el umbral de esa exquisita pizzería hacia la calle, estaba diluviando. Las gotas se precipitaban cada vez con más fuerza, con una rabia que hacía tiempo que la ciudad no veía. Nos despedimos rápidamente, unos cuantos se iban a bailar un poco y yo no estaba entre ellos, ya había tenido suficiente. Una chica de finanzas me preguntó si quería que se esperara conmigo hasta que “aflojara un poco”. No recuerdo su nombre, supongo que ahora ya da igual cómo se llamara. Le contesté que no hacía falta. Lo que yo quería era que me acercara a casa en coche. Pero yo era demasiado educada para importunar a los demás con mis deseos o mis pensamientos. En realidad, ahora que reviso la escena con cierta perspectiva, es decir, mientras una familia de gusanos se pasea por las cuencas vacías que antes ocupaban mis ojos, creo que sería más justo decir que fue eso lo que me mató: mi patológica y desquiciante obsesión por no molestar. Me pasé la vida subestimándome y ahora que ya es tarde, me pregunto en qué coño estaba pensado. Supongo que cuando tienes el pelo acartonado por el barro bajo el que te han enterrado todo se ve distinto.

Por suerte llevaba paraguas. Uno grande, negro, con un mango tan grueso que mis pequeñas manos no lograban abarcarlo del todo. Antes de fundirme en la oscuridad, me puse la capucha de mi abrigo rojo. Esa noche me había pintado los labios a juego. Mira tú qué tontería, yo, que la última vez que me maquillé fue en la fiesta de fin de curso de bachillerato. Me gustaba tanto la delegada de letras que estaba dispuesta a disfrazarme con tal de que se fijara en mí. Y spoiler: no lo hizo. Estaba pillada por el malote de segundo. ¡Qué sorpresa! Dos años después me enteré de que la había dejado preñada en mitad de una licenciatura. Vamos que, en definitiva, le arruinó la vida. Eso conmigo no le hubiera pasado. ¡JA! ¿Está mal que me alegre por su desdicha? Qué más da, si yo ya estoy muerta. He recibido todos los castigos, tanto los merecidos como los inimaginables.

La chica de finanzas me acompañó media manzana. Juro que yo intentaba seguir su nerviosa conversación, pero de mi boca solo salían unas escuetas respuestas “sí”, “no”, “hum”, “ahá”… Solo podía pensar en la fina capa de agua que levantaban mis botas a cada paso. “Chaf”, Chof”; “Chaf”, Chof”; “Chaf”, Chof”. Era cuestión de minutos que se me empaparan los calcetines. Tenía mucho frío. Sabía que en cuanto me quedara sola empezaría a temblar. Mi acompañante no tardó mucho en carraspear y excusarse diciendo que se tenía que ir. Si ahora recreo la imagen de su rostro, me resulta fácil pensar que estaba tan asustada como yo. Al menos trató de acompañarme, aunque solo fueron unos metros. Nos despedimos con dos besos y le di las gracias por preocuparse por mí. O tal vez no llegué a dárselas, no estoy segura, ya que se fue sin responderme.


Me quedé muy quieta bajo el paraguas, mojándome los pies, escuchando como sus pasos se alejaban. Tan pronto como la perdí de vista me pasé la mano mojada por los morros. Si hubiera tenido un espejo hubiera visto como se me corría el pintalabios. Seguro que hasta se me habían manchado los dientes. Un regusto a cartón me inundó el paladar. No podía más. Solté el paraguas, que cayó al suelo levantando gotas de un agua helada que me mojó las pantorrillas a través de los tejanos, y dejé que la lluvia me lavara la cara. Me daba igual si pillaba una pulmonía, necesitaba sentir como el frío se lo llevaba todo. TODO.

No sé durante cuánto tiempo permanecí allí, bajo la lluvia, hasta que volví a coger el paraguas, lo sacudí y lo levanté para resguardarme debajo. Empecé a caminar hacia mi casa. “Chaf”, Chof”; “Chaf”, Chof”; “Chaf”, Chof. Estaba a unos 20 minutos, en nada estaría a salvo. O eso creía.

Enseguida empecé a rallarme. MUCHO. Me di cuenta de que el sonido de la lluvia podía ocultar todo lo que sucediera a mi alrededor. Tenía miedo. Oí pasos que se acercaban a mí por la espalda. Me di la vuelta bruscamente, allí no había nadie. Recuperé el rumbo y aceleré el paso. ¡Chaf!, ¡Chof!; ¡Chaf!, ¡Chof!; ¡Chaf!, ¡Chof! Me faltaba muy poco para llegar al centro. Traté de recordarme que las calles comerciales siempre estaban bien iluminadas. La alcaldesa trataba de suplir con LEDs la escasez de efectivos policiales. Hacía meses que nadie quería hacer el turno de noche, y no me extrañaba. “También están las luces navideñas”, me obligué a recordar. En esa época del año todo se llenaba de guirnaldas, purpurina, lazos rojos y ramilletes de muérdago. Era bonito. Un poco frívolo, pero bonito.

Cuando crucé la esquina que me iba a llevar hacia ese festival de luces, me dio un vuelco el corazón. Todo estaba a oscuras. Ni focos en los escaparates, ni luces de navidad, ni farolas. NADA. Todo se había apagado. Tal vez por la tormenta. O quizás era debido a la presencia de una deidad malvada y primigenia que me iba a devorar las entrañas y a quitarse los “paluegos” sanguinolentos con los huesecillos de mis pies. Solté un bufido. Apreté todavía más el paso. Me quedaban diez minutos para llegar a casa ¡Chaf!, ¡Chof!; ¡Chaf!, ¡Chof!; ¡Chaf!, ¡Chof! Pronto todo se habría terminado y podría darme una ducha caliente para, después, ponerme mi camisón de Betty Boop, mis calcetines largos de Cerdicornio y taparme con la mantita “frufrú” del aguacate que pide 5 minutitos más de siesta. ¡Ya casi estaba! Con la luz de la luna llena tenía suficiente para no chocarme con nada.

Y de hecho no tardé mucho en atravesar las tres calles que conformaban la zona más codiciada de la ciudad. El precio de los pisos en el centro subía al son del crecimiento del índice de criminalidad. Cuando por fin vi mi edificio solté un suspiro y relajé los hombros. ¡Ya había pasado todo! Saqué el manojo de llaves y, mientras recorría esos últimos metros, lo apreté con tanta fuerza que los dientes de las pequeñas piezas de metal me dejaron marcas blancas en la palma de la mano. Abrí rápidamente la puerta que daba al patio de mi comunidad y me aseguré de que se quedara bien cerrada tras mi paso. Sujetando todavía las llaves con la mano izquierda, saqué el móvil del bolsillo de mi flamante abrigo rojo y le mandé un mensaje a mi madre: “Ya estoy en casa, todo ok, ¡descansa!”. La aplicación me indició que ella había empezado a escribir para responderme, “Mama is typing…”. Como siempre tardaba una eternidad en acabar, me volví a guardar el teléfono y me dirigí hacia la puerta de la escalera en la que estaba mi piso.

Antes de entrar, sacudí varias veces el paraguas para que soltara un poco de agua y me desabroché el abrigo. Abrí la puerta, me sequé la suela de las botas lo mejor que pude en el felpudo que el vecino del 4º 2ª se emperró en comprar, y me dirigí hacia el ascensor. Nunca perdía la oportunidad de usar ese atajo, para algo lo pagaba. Me sentí un poco mal por no prestar la más mínima atención al árbol de Navidad de la entrada. Mis vecinos habían dedicado toda la tarde a prepararlo y yo ni siquiera les había dado las gracias. No me había parado a admirarlo y no pensaba hacerlo justo en ese momento. Tenía mucho frío. Necesitaba darme una ducha caliente y, como el día siguiente era festivo y no tenía que madrugar, pensaba mirar una buena peli mala mientras me zampaba un bol XL de palomitas. ¡Qué narices!

El leve traqueteo del ascensor me sacó de mis pensamientos y me anunció que ya me encontraba en mi rellano, que compartía solo con el 1º 1ª. A pesar de que nunca había visto a su inquilino o inquilina, sabía que la vivienda estaba habitada. Siempre me despertaban unos portazos nocturnos, a la una y a las cinco de la madrugada. Entonces me di cuenta de que ya eran las doce y cincuenta-y-nueve. Y pensé con emoción que tal vez había llegado el gran día de conocer a mi vecina. También podía ser un vecino, cierto, pero en mi fuero interno esperaba que fuera una joven de melena roja y ojos azules. Y, por supuesto, que estuviera abierta a concederme una cita. No me juzguéis, estaba muy sola y con falta de amor.

La cuestión es que no me dio tiempo ni a meter la llave de mi piso en la cerradura, cuando la puerta del 1º 1ª se abrió de repente. Y lo que vi salir a través de ese umbral me dejo seca. Sin palabras, emociones, incapaz de realizar cualquier movimiento y sin voz. SECA. Aunque quise gritar y escapar, no pude. Lo más fácil de describir era la correa. Sujeta por una mano pálida y huesuda, se extendía hacia el suelo. Y allí… había un niño. Solo que no era humano. Llevaba un pijama a rallas amarillento, manchado, desgarrado… y su piel… era de un gris ceniza, con muchos cortes, laceraciones y desgarros purulentos. Con todo, lo peor era el bozal. Unas correas de cuero negras tapaban la boca de ese ser que boqueaba. Desde donde estaba yo podía oír cómo rechinaba los dientes y le crujía la mandíbula. Enseguida entendí que tenía hambre. Y que yo era su cena.

Me caí de espaldas y alcé la vista para ver quién retenía al niño-zombi. Se trataba de una anciana. Su apariencia era casi normal. CASI. Pero estaba muy delgada, más que eso. Estaba tan demacrada que el vestido negro se le pegaba a las costillas, dejando entrever su forma irregular. Tenía los ojos grises, fríos como el cristal. Parecía un espectro. Al verme, alzó las cejas por la sorpresa y me dedicó una sonrisa ponzoñosa. Sus labios se curvaron mientras emitía un sonido que era tan agudo como el que producen dos canicas al rozarse entre sí.
¿Qué te parece, pequeño? preguntó retóricamente. Hoy nos han traído comida a domicilio.
El niño zombi se abalanzó sobre mí, tensando la correa que lo retenía y que era lo único que se interponía entre él y mi muerte.
Shhhhhhhhh, tranquilo…  susurró la anciana. Tras lo cual le quitó el bozal y lo soltó.
Mi mundo se tiñó de rojo, negro y dolor. Un dolor tan atroz, que no me permitió ni el alivio de empezar a chillar.

La criatura se puso encima de mí y mordió, arrancó, sorbió y arañó cada parte de mi cuerpo. Acabó con mi vida en apenas cinco minutos. “Al menos ha sido rápido”, pensé, y pasé a ver la escena desde el techo, como si alguien me hubiera prestado una escalera y hubiera desconectado el cable que unía mi consciencia a mi cuerpo. No tardé mucho en entender lo que había pasado. Así que atravesé la puerta de mi apartamento, me senté en el sofá que coronaba el comedor y esperé. Hasta que noté un tirón, como si me estuvieran arrastrando hacia un lugar en el que yo no debía estar. Cerré los ojos. No quería mirar. No quería saber. No necesitaba ver cómo aquél ser y su guardiana, se deshacían de mi cuerpo.